Por Adriana Bauab
Interesante destacar estas pulsiones, la voz y la mirada en la experiencia del análisis, que fueron el tema del fructífero coloquio homónimo de finales de marzo de 2019. Más aún tomarlas en este momento tan particular, cuando el Covid-19 ensombrece las libertades y nos so- mete a una reclusión inédita. La mirada en las pantallas y la voz adquieren un predominio en el quehacer clínico.
Esta pandemia se vuelve un nuevo desafío. Recordemos que el psicoanálisis atravesó guerras, hambrunas, dictaduras y pandemias como la de la gripe española, y abrevando en las invariantes enraizadas en las enseñanzas de Freud y de Lacan no dejó de unir su horizonte a los desafíos que las variantes de cada época les planteó.
Tomé dos textos: el de Isidoro Vegh, Enlaces y desenlaces de la voz, la mi- rada y el otro, y el de Benjamin Domb, La mirada en la experiencia del análisis. El viviente, el hablante y el cuerpo, porque en ambos leo un re- corrido sobre la pulsión invocante que guía la dirección de una cura. Si bien ambos tratan sobre “la voz y la mirada en la experiencia del análisis”, voy hacer particular hincapié en la pulsión invocante, tal como los autores la trabajan.
La voz es una de las dos pulsiones que comandan la égida del deseo, siendo que Lacan menciona que oral y anal competen a la demanda y lo escópico e invocante al deseo, divisoria de aguas que permite pensar lo pulsional en los meandros del padecer neurótico. En el análisis, la mirada y la voz se entraman al deseo, particularmente al deseo del analista; tejen ese cañamazo de lo real de la transferencia que hace que un análisis comience, transcurra y arribe a un final posible.
Isidoro Vegh enfatiza los diferentes modos en que la voz se encarna en la clínica, pues “[…] no es lo mismo la voz que escucha el psicótico como viniendo desde afuera o desde adentro de su propia piel, que la voz que recuerda el neurótico, por ejemplo la voz de un ser querido ya desaparecido, que puede recordarla hasta con los matices mínimos de su timbre, de sus tonos; o la voz que recibe el neurótico del otro real, del otro inmerso en lo que llamamos el mundo; o la propia voz como la escucha cada uno, que resalta en la sorpresa que sentimos cuando la escuchamos llegando desde un grabador”. Señala que como cualquiera de los objetos de la pulsión, la voz es un producto y que el sujeto es un efecto. Retoma a un escritor que pudo obtener su voz –sin tartamudeo o inhibición– a través de su pluma privilegiada, Franz Kafka, y hace un contrapunto entre dos de sus textos: Carta al padre, en el que describe la denigración sufrida por la voz paterna y sus enojos, ofuscados y aterradores, y un texto póstumo (murió prematuramente a los cuarenta y dos años), Josefina la cantora o el pueblo de los ratones. En este último, Vegh se pregunta si el escritor no muestra las voces que lo habitan. Enlaza la voz que engendra un Otro enfático, del mandato, equivalente a un superyó sádico y cruel, y otra voz, la que invita al silencio del otro y ofrece una cuota de goce que puede ser compartida.
Presencias diferentes: este padre y Josefina; presencias diferentes: la voz de este padre y la voz de Kafka, que gracias al escrito pudo, como él mismo lo dice, encontrar un ámbito en el que la voz del padre no pudiese hacer mella. Es allí, en la escritura, que puede hacer oír la voz de su deseo. Como indica Vegh, la escritura es su vida. Los goces a los que el objeto habilita en el análisis operan sus declinaciones, sus diseminaciones cuando la voz del deseo ancla allí, desplazando a la del mandato cruel del superyó.
En su texto, Benjamin Domb enfatiza que para que la pulsión se constituya es preciso que la llamada función fálica y el complejo de castración operen, semilla fundante de la constitución subjetiva. A partir de estas operaciones, la pulsión inicia su recorrido gramatical: “Las pulsiones se ordenan desde la castración, a partir de la cual podemos hablar de objeto a. Pero ¿a qué castración referir cuando se trata de un recién nacido prematuro? En principio, a la castración en la madre”. Subraya el aforismo de que las pulsiones son el eco en el cuerpo del hecho de que hay un decir, para situar la serie eco-cuerpo-decir, tres lugares RSI; es un decir que en principio viene del Otro. Ese decir, resuena en el cuerpo produciendo efectos pulsionales. Ese decir del Otro tendrá la forma de demanda o de deseo, diferente para cada una de las pulsiones.
Benjamin Domb menciona que el objeto voz es un efecto voz. ¿Cuándo la voz y los otros objetos de la pulsión son efecto y cuándo son producto, tal como caracteriza a la pulsión Isidoro Vegh? Podemos decir que cuan- do responden a la demanda del Otro son efecto, afectan al sujeto, y que cuando en la dirección de la cura el sujeto avanza en el circuito gramatical pulsional y le imprime su deseo, advienen un producto conforme a su estilo singular. Producto, tal como lo menciona Isidoro Vegh en su texto. Precisamente, la mirada y la voz son las pulsiones que están conjugadas con el deseo –la mirada como deseo al otro, la voz deseo del otro–, por lo tanto anudan el cuerpo a un real pulsional y extienden el cuerpo a una dimensión otra que el plano imaginario del espejo. Ellas juegan un papel esencial en el análisis, el que Domb relaciona con afirmaciones de algunos filósofos, por ejemplo, Heidegger: “El ser viviente está separado por un abismo del ser exsistente”, o sea que distingue la distancia entre la voz del viviente y el lenguaje del parlêtre, que aquella soporta. Domb afirma que con la adquisición del lenguaje se pierde la voz, queda oculta detrás de los significantes. El analista “[…] escucha los significantes que la voz transmite junto al sentido y la significación, escucha los equívocos, la une-bévue e interpreta, como se dice, a la letra. De ahí que Lacan refiera al psicoanalista poeta, porque en la poesía se crea significación por la conjugación del sonido y el sentido”. Domb cita a Agamben y sus desarrollos sobre el lenguaje como advenimiento esclarecedor-ocultador del ser mismo, entendiendo el “ser mismo” como el viviente oponiéndose al exsistente, al ser que habla.
Tanto Isidoro Vegh como Benjamin Domb coinciden en servirse del cuadro de Edvard Munch, El grito, un cuadro que con su imagen de grito áfono dice de lo aterrador que a veces se torna el mundo cuando el otro no responde y no hay significantes para acallar ese alarido ensordecedor que muestra a un sujeto en su desamparo más radical, Hilflosigkeit. Ambos textos atañen a una clínica concerniente a lo que frecuentemente se presenta en la consulta cuando el cuerpo grita ante afecciones como el ataque de pánico y su angustia desbordante, el fenómeno psicosomático o las llamadas neurosis narcisísticas.