Todos duermen. Subiré ahora… Él yace en mi cama, en la que yo estaba acostado anoche: lo han cubierto con una sábana y han cerrado sus ojos con peniques… ¡Pobre chico! Nos hemos reído juntos con frecuencia –él soportaba su existencia con suavidad… Siento mucho que haya muerto, no puedo rezar por él como hacen los otros… ¡Pobre chico! ¡Todo lo demás es tan incierto!

James Joyce

Desde los comienzos mismos del psicoanálisis –podríamos citar, para el caso, numerosos escritos freudianos–, el arte ha tenido un destacado espacio en nuestro corpus teórico. De allí en adelante, a menudo, muchos psicoanalistas nos encontramos declarando que nuestro interés por el arte, lejos de cualquier intento explicativo o interpretativo –que manaría de algún elogioso afán de docta erudición– se funda en una fuerte convicción: Creen s que importar ciertas nociones provenientes de diversos campos (para el caso, del arte) conviene a nuestra praxis. Tal es así que en este nuevo número de nuestra revista, varios analistas se sirven de la articulación con el arte para trabajar su relación con lo siniestro y la angustia.

En ese sentido, en esta oportunidad intentaremos poner en tensión algunas líneas, sin ahorrarnos, por supuesto, aportar una posición al respecto. Partamos de la idea de Schelling, que ya podemos considerar fundamental y clásica: siniestro “[…] es todo lo que estando destinado a permanecer en secreto, en lo oculto, ha salido a la luz”.[1]1 Comenzaremos colocando aquí una primera pregunta que recogemos de los artículos que presentamos: ese “salir a la luz”, ¿siempre provoca angustia? Justamente, nos parece que la relación con el arte puede ayudarnos a decir algo.

En esta dirección, Diana Voronovsky encuentra en la ficción un medio para distinguir lo siniestro angustioso de lo siniestro no angustioso para el sujeto, poniendo de manifiesto que en el arte, la angustia tiene una fun ción diferente de aquella que centra nuestro interés clínico en una praxis que la autora subraya como “praxis de lo real”.

La reformulación de la idea de Schelling nos permite decir que lo familiar deviene siniestro fundamentalmente por el golpe intempestivo que caracteriza a lo real (súbita revelación de lo que debiera permanecer oculto).

Ahora bien, en el arte –“que de modo aún escandaloso puede cautivar la mirada del espectador”– lo siniestro no solo puede no producir angustia sino al contrario, deleite.

Así, Voronovsky caracteriza la condición de lo siniestro angustioso en relación con lo intempestivo, que deja al sujeto anonadado, ya que “la angustia avanza en la medida que desaparece la hiancia, la falta, entre lo familiar y el horror”.

En el arte, ante la aparición de lo siniestro se angustia el “personaje”, mientras que el espectador/lector encuentra una mediatización elaborativa en que se funda un deleite posible. De este modo, la autora propone que la función del arte es “conducirnos hasta el borde del horror, pero ensanchando nuestro mundo”.

Avancemos ahora por el sesgo de la literatura. Leer a Joyce, pese a que algunos lo señalen como un jactancioso ejercicio mental, es algo que, tal como dijera Lacan del nudo, “hay que hacerlo”. Ahora bien, servirnos de dicha lectura a los fines de ampliar el horizonte de nuestro interés más allá de lo trabajado por Lacan en su vigesimotercer seminario, leyendo en Joyce un obrar, se nos presenta como un desafío.

Encontramos muy interesante el modo en que para Graziela Baravalle y Edgardo Feinsilber resulta provechoso acudir a cuestiones joyceanas en el contexto de sus trabajos acerca de lo siniestro.

Es Edgardo Feinsilber, quien siguiendo la enseñanza de Roberto Harari, despliega un original recorrido en el que avanzando sobre el concepto de “epifanía” propone lo que llama “logro epifánico”. Es en él donde, desde la trivialidad de un episodio que pudiera catalogarse de común, a partir de ciertos cabos sueltos, desatados, que no generan sentido sino que revelan un provechoso fracaso de la metáfora, puede obtenerse en el análisis, hacer de “esas pequeñeces, letra”.

De tal modo, la epifanía –y he aquí el logro epifánico– “consigue hacer tratable la experiencia de lo real” y así soportar esa falta de sentido que caracteriza a lo real, dado que surgiendo de aquello que impactó a partir de lo visto u oído, pasó a ser escrito. Lacan es concluyente en su proposición: la epifanía reclama un texto.

En la dirección de nuestra pregunta inicial, Feinsilber sostiene que lo siniestro provoca angustia cuando el sujeto queda en posición de objeto ante la aparición de un goce del Otro que se le presenta como ingobernable –definición que nos permite subrayar la importancia y el valor clínico de la epifanía en el análisis, en la medida en que su emergencia suscita una vía diferente para ligarse a un núcleo de lo real por medio de la escritura, donde el hacer con la letra posibilita otro destino. En tanto las epifanías producen un real efecto de sentido, muestran que no poseen Uno, único, sino que por permitir el acceso a la pluralidad (de sentido) admiten el advenimiento de significantes nuevos.

¿Es posible escribir en análisis otro destino? Alejandra Pizarnik, con su singular hacer lenguajero, escribe que “las palabras no tienen sentido, las palabras no tienen destino” (paronomasia mediante). Pero ¿podemos leer allí un indicio más que un sagaz juego de palabras?

Es de la mano de nuestra magistral poeta que nos acercamos al trabajo de Graziella Baravalle, quien propone un acceso diferente al hecho artístico, intentando aprehender de la poesía de Alejandra Pizarnik “aspectos de la relación entre la escritura y el límite del goce”, cometido que no se logra sin acercarse a lo trabajado por Lacan sobre Joyce en el seminario antes mencionado.

Baravalle, de modo artesanal, nos presenta un recorrido de la vida y la obra de la poeta, acentuando cambios de estilo, donde destaca “su esperanza de encontrar una dimensión propia y habitable por medio de la escritura”, para atravesar aquello que se presenta como maldición… Lo maldito, ¿no es acaso en los así llamados “poetas malditos” –en quienes el efecto del lenguaje se caracteriza por su relación con la muerte y la locura–

donde leemos que ese algo que se les impone se manifiesta como lo “fuera

de sentido” en el lenguaje que se articula con lo que podríamos llamar

como lo “real del goce”?

“Lo siniestro muestra lo real que irrumpe en la realidad, atraviesa lo imaginario y desorienta al sujeto que no encuentra letra que lo justifique”, nos dice Isidoro Vegh. Es que allí se muestra un punto clave de nuestra inteligencia de lo siniestro, donde no basta con remitirnos al desmoronamiento simbólico, sea cual sea el modo en que se lo nombre. Zulema Lagrotta pondrá en la cuestión otro acento: “La angustia ante lo siniestro” emerge

cuando las “convicciones” más primitivas –por ejemplo, el animismo– superadas,

parecen confirmarse. En la angustia como desarrollo de angustia, tenemos la presencia inequívoca de lo real, y lo siniestro es el exponente más claro y contundente de su presencia, ya sea porque los objetos andan danzando por ahí, separados de un cuerpo, como el tema de los ojos de la muñeca en el cuento de Hoffmann o algunos otros…

Podemos pensar, entonces, que ciertas producciones artísticas o nuestras elaboraciones e importaciones fundadas en el arte, nos permiten un decir posible acerca de lo verdadero sobre lo real (variedad de lo verdadero). Revelación de lo real que es siempre un trozo alrededor del cual pueden tejerse historias, pero cuyo estigma es no enlazarse con nada.[2] Por eso, si importamos del campo de la literatura la cuestión de la epifanía es porque nos muestra magistralmente, aunque no de modo exclusivo, tal cuestión.

La epifanía no se explica sino que impacta como golpe de sinsenti do. Tampoco requiere de ninguna fulguración épica, dado que es mayormente en el seno de lo familiar, en las vueltas de la repetición significante, que algo despunta, se suelta, y es lo que para el caso más nos interesa, ya que no es sin un cierto efecto de “siniestridad” dado por la perplejidad ante lo vaciado de sentido (polifonía de la palabra mediante), que se rompe la unidad del relato, al modo de los finales de dublineses, que incomodan por su falta de cierre y resolución.3 Ahora bien, la epifanía con el sinsentido logra mantener abierta la hiancia… ¿de ahí que no sea angustiosa? Nueva pregunta, quizá, para otro comienzo…

[1] Sigmund Freud: “Lo ominoso”, en Obras completas, Amorrortu editores, Buenos Aires, 1979, vol. XVII,

pág. 225.

[2] Jacques Lacan: El Seminario, Libro XXIII: El sinthome, clase del 16 de marzo de 1976, versión inédita.