Por Gabriela Spinelli
En el transcurso de su enseñanza, Lacan fue deslindando el objeto a del objeto parcial. Esto nos permite distinguir las “encarna- duras postizas”[1] de la condición de notación algebraica que caracteriza al a.
Los desarrollos que parten del Seminario XX: Aun permiten ubicar a di- cho objeto en el punto de calce, es decir, haciendo nexo y sostén para la articulación de los registros en el nudo. Recordemos que esto condujo a una reconsideración del estatuto del lenguaje y con ella la apreciación de lo poético como modo de abordar lo real en la clínica. Cuando a esto se le suma la reformulación de la pulsión en términos de “[…] eco en el cuerpo del hecho de que hay un decir”, se produce una nueva torsión que pone en primer plano el objeto a voz en la escena de nuestra praxis, privilegiando la homofonía en la procura de tocar alguna punta de real. Entre los fecundos efectos clínicos que se desprenden de dicha diluci- dación, nos interesa en esta nota acercarnos a la cuestión referida a las llamadas “intervenciones o incidencias del analista”, que de algún modo continúa interrogaciones abiertas en otra nota de lectura acerca de las re- laciones (y diferencias) entre lo sonoro y el estatuto lógico del objeto voz. Al respecto, Mauricio Maliska nos propone un abordaje del chiffonnage “[…] como una intervención en lo real de la voz que puede resonar en el cuerpo, produciendo otro efecto que lo sintomático”. Tal “in(ter)vención”, como la denomina, “[…] consiste en servirse de una palabra para hacer otro uso que aquel por el cual es hecha torciendo la voz”, y de ese modo extraer otra cosa que el sentido; expropiar el sentido de la palabra en lugar de darle otro. Esa otra cosa es “[…] un significante nuevo, «[…] un significante que no tendría, tal como lo real, ninguna especie de sentido […]»”.
El chiffonnage es propuesto en el texto como modo de forçage que opera ejerciendo violencia con/en/del lenguaje, promoviendo otra articulación del sujeto con el objeto a vocal. De este modo lograría ubicar la cuestión central del fantasma y del deseo del sujeto como hilo conductor de la dirección del análisis.
Más adelante nos dice que esta operación que estropea la palabra violentándola, provoca alguna “torsión en la voz” y que aquello que intenta romper con la violencia sobre el lenguaje, con “el real de la lengua”, es la metáfora sintomática para transformar el goce fálico del síntoma en un goce productivo, un goce de la vida.
En su texto, Beatriz Mattiangeli parte de la esquizia entre el habla y la voz[2]2 y dice que la característica saliente de la pulsión fonante, en alternancia con la pulsión invocante, “[…] pasa por la propia emisión [siendo] su efectuación lo decisivo”. Propone “una anticipación lógica y has- ta cronológica” del objeto voz en tanto real “jugado ante la eficacia del significante”, diciendo con Foucault: “[…] antes que las sílabas y el aco- modo elemental de los sonidos estaba el indefinido murmullo de todo lo que se diría”.
Es así como de modo tan preciso cuanto poético nos dice de “los que naufragan al hablar”: somos arrojados a un mar “[…] lenguajero que nos pre- cede, nos acuna y nos arremolina”. De allí, “el náufrago” llegará “[…] al final de su caída con mejor o peor suerte en orden a forjarse su propia voz”. Nos propone la diferencia entre lo sonoro y la voz como objeto a en estos términos: “El sonido articulado y la palabra o el canto arrobador enmascaran, solapan la voz como objeto en tanto inaudible”. No es solo “volátil, inasible”, sino que la presenta en las siguientes paradojas: “[…] brutalidad de un alarido que además no se escucha […], materialidad incorpórea que agujerea el silencio y desaparece”.
Ubica a continuación la operatoria del analista que hace sonar otra cosa que el sentido, como un “[…] hacer/hacerse S.O.N.A.R, sigla que corresponde al término náutico: es lo que permite navegar por el sonido, guiándonos por impulsos sonoros que dicen de los recorridos de lalangue”. Será entonces el audicionar del analista lo que dirige la cura, más que su escucha, “[…] si el analista oboedire/obedece a la orientación que elu- de la línea recta ofertada por la dimensión simbólica y se deja llevar por lo torbellinario que abre a lo que desde el sonido llega de lo inaudible”. “Si hablar en psicoanálisis tiene una especificidad [dice Mattiangeli], esta es la de alojar en un mismo cauce lo que se construye a partir de un relato y lo que lo salpica y sorprende desde un mar de imprevisibles tartajeos, interrupciones, tonos o ritmos discordantes”.
Está claro en su planteo que no se trata de crear dicotomías ni oposiciones excluyentes, sino de permanecer “abierto” a lo audible más allá del campo exclusivo de los significantes que ofertó el paciente. Se trata del privilegio de la homofonía sobre la “comprensión”, para que la intervención del analista rompa “[…] el previsible encadenamiento significante
que adormece”. Sin desoír entonces la articulación significante, se trata de hacer lugar a la juntura sonido-sentido (aquí la importancia de lo poético) que al “[…] audicionar la letra que cifra un goce intentando escribir- se, [trata] de «resucitar la curiosidad sonora extinta», como dice Quignard, desde que el lenguaje articulado y semántico la eclipsa”.
Por lo hasta aquí expuesto, resulta claro que el modo de nombrar una experiencia trae consecuencias. ¿No es a ello a lo que apuntamos en la dirección de la cura, que se pueda decir de otro modo acerca de lo que provoca sufrimiento?
Si la “debilidad mental” yace en un no saber-hacer-ahí-con aquello que es impuesto por los efectos del significante, la ética del bien decir inventivo del analista dirige la cura a “desembrollarse”, para que su práctica no sea una estafa.[3]
[1] Roberto Harari: Intraducción del psicoanálisis. Acerca de L’insu…, de Lacan, Ed Síntesis, Madrid, 2004, pág. 239.
[2] Ver texto de Roberto Harari en el presente número.
[3] Jacques Lacan: El Seminario, Libro XXIV: L’insu que sait de l’une-bèvue s’aile a mourre, clase del 11 de enero de 1977, inédito.