Cuando me propusieron intervenir en este coloquio,[1]1 enseguida pensé en hablar acerca de la vergüenza. Es sin duda porque desde hace un tiempo estoy más atento a ciertos aspectos de nuestra práctica, aquellos que hacen que el progreso en la cura, del que habla el argumento, no pueden obtenerse sin incitar a nuestro paciente a una relación muy particular con el Otro, ese Otro que representamos nosotros en primer lugar, pero también a una relación con el objeto a, si es cierto que una cura nos pone, a nosotros los analistas, en posición de semblantes de objeto a. Ahora bien, me pare- ce, en la cura, en relación con la cuestión del Otro y con la del objeto a, debemos de- tectar lo que suele adoptar la forma de la vergüenza.

Sin embargo, debo ser de inmediato un poco más preciso. Ante todo no quisie- ra que ustedes pensaran que las fórmulas que utilizo, por ejemplo, el analista en po- sición de semblante de objeto a, van de suyo. No van de suyo puesto que intentamos retomar el examen del corpus que organiza nuestro trabajo, ya que no consideramos como definitivamente adquirido lo que Lacan nos aportó.

Gérard Pommier, con quien estoy feliz de haber tenido en bastantes ocasiones la oportunidad de discutir, nos impulsa a liberarnos de una concepción dogmática de la cura. Insiste, me parece, en el hecho de que el analista no es un objeto sino un sujeto, un sujeto que habla, un sujeto comprometido en un verdadero diálogo con el anali- zante. Esto les puede parecer heterodoxo a ciertos lacanianos, pero les recuerdo que Lacan comenzó describiendo la cura como una experiencia intersubjetiva. Pareció re- nunciar a esto luego, pero de nuevo más adelante dijo que no hay más que una trans- ferencia, la transferencia del analista. Ahora bien, ¿quién transfiere sino un sujeto?

Al mismo tiempo, ¿acaso el hecho de tomar las cosas por ese lado nos dispensa de interrogar, más allá de nuestra manera de manejar la palabra, ciertas formas de ma- lestar que experimentan, en la experiencia analítica, una cantidad de pacientes mayor de lo que se cree? ¿Y esto en verdad nos impide preguntarnos si este malestar no estaría relacionado con el modo de presencia del analista en la cura, una presencia que pasa por la voz, y que igualmente –empezaré por ahí– pasa por la mirada? Algunos analistas parecen no plantearse este tipo de preguntas, o en todo caso no hablan de esto. Con todo, me parece que no podemos dispensarnos de intentar cernir cierto real de la cura, es decir, algo sin lo cual no tendría efecto, pero que al mismo tiempo pue- de pesar sobre los analizantes con todo su peso de imposible, imposible de soportar.

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Empecemos, mientras tanto, con algunas observaciones bastante simples. En lo que concierne al dispositivo de la cura, Freud no deseaba que el análisis se hiciera cara a cara. No soportaba, decía, que lo miraran ocho horas por día, lo cual vuelve patente la dimensión de la mirada, aun cuando se trata ante todo de la del analizante.

Por lo demás, Freud agrega otra razón: “Como me entrego a mis pensamientos inconscientes [escribe], no quiero que la expresión de mi cara le brinde al paciente determinadas indicaciones que podría interpretar o que influencien sus decires”. ¿Pero no se puede entonces suponer que lo que Freud llama aquí “expresión de la cara” incluye en particular la cuestión de la manera en la cual el analizante percibirá su propia mirada? No es infrecuente en todo caso, en nuestra experiencia, que un analizante diga que en el momento en el que lo introdujimos en el consultorio se sintió mirado. Esta sensación va bastante lejos. Su cuestión, en el fondo, es que no sabe con qué mirada el analista lo ve. Se puede añadir que cuando el analizante se pone a hablar de eso es porque está afectado por la mirada que le supone a su analista, mirada que manifestaría, por ejemplo, un juicio negativo, y este afecto, ligado a la mirada que siente sobre él, es precisamente la vergüenza.

Ahora bien, para dar precisiones acerca de lo que tengo que decirles, quisiera hacer una distinción importante. Acabo de mencionar el temor que el analizante puede referir respecto de un juicio negativo de su analista. Podríamos pensar que este temor remite a un sentimiento de culpa, sentimiento conciente o inconsciente. Pero la vergüenza no es el sentimiento de culpa. Podemos sentirnos avergonzados de llevar puesta una ropa gastada, una ropa que ha perdido desde hace tiempo el brillo de lo nuevo, pero por lo general uno no se siente culpable de eso.

En relación con esto, para mí hubo, en lo que hace a mi reflexión sobre la vergüenza, un momento fuerte que se constituyó por medio de intercambios, hace varios años, con psicoanalistas antillanos. Fue a través de lo que ellos decían que yo capté la manera en que la vergüenza podía pegarse, en esta sociedad mestizada, al color de la piel, puesto que hay matices ínfimos que cobran una importancia que a veces nos cuesta imaginar.

Pero no voy a convertir a la vergüenza en un fenómeno exótico. La pensaré más bien en relación con una suerte de mutación de nuestras sociedades contemporáneas, y para no demorarme diré que en este punto estoy de acuerdo con Alain Ehrenberg,un sociólogo francés cuyas investigaciones vuelven a cruzar lo que nosotros percibimos en nuestra clínica. Ehrenberg, en efecto, piensa que la depresión, tan frecuente en nuestras sociedades, no se inscribe en un registro neurótico, en todo caso no en el sentido freudiano. Es que para Freud la neurosis viene a responder a un conflicto psíquico, un conflicto entre las prohibiciones interiorizadas y el deseo que choca con ellas, y este conflicto generalmente se vive con un sentimiento de culpa, mientras que, si el sujeto moderno está tan a menudo deprimido, es porque vive no un conflicto, sino el sentimiento de su propia insuficiencia.

¿A qué está ligado este sentimiento? Según Ehrenberg, el mundo moderno no deja de insuflarnos un ideal de realización individual, de superación, de perfección. Por consiguiente, el sujeto está forzosamente en falta en relación con esa imagen idealizada de sí, y es de esta insuficiencia de lo que tiene vergüenza. Esto lo oímos sin cesar hoy, suele ser lo que atormenta a nuestros analizantes. Pienso, en cuanto a esto, en una de las analizantes a las que recibo en un momento en el que tiene vergüenza de la evo- lución negativa de su carrera profesional. Ahora bien, un día en el que menciona eso, le vuelve el recuerdo de un sueño de la noche anterior, un sueño en el cual una parte de su cara está deformada, casi imposible de reconocer, y como esta mujer tiene hu- mor y un ánimo vivaz, dice que es como en la vida, “pierde imagen” [elle perd la face].

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A lo que quisiera sin embargo llegar ahora, es a la idea según la cual el análisis no es quizá solamente un lugar donde la vergüenza va a poder decirse y analizarse. El dispositivo analítico, por sí mismo, puede a veces favorecerla. Hay al respecto algo que es necesario destacar: no es poco común que un analizante, que vuelve muy a menudo a la descripción de un comportamiento que desaprueba, pero del que no puede desprenderse, manifieste la vergüenza que siente al hablar de esto con tanta frecuencia. Esto, en algún modo, viene a redoblar su sufrimiento. Esta persona sufre por no poder prescindir de un comportamiento compulsivo, pero en análisis se pone a hablar cada vez más, a lo largo de sesiones sucesivas, de su vergüenza por estar todavía en este punto. Tiene vergüenza ante su analista, y los sueños que la atormentan a partir de ahí la hacen aparecer bajo apariencias cada vez más degradadas.

Es entonces como si viniera a materializar la dimensión de la mancha, de esa mancha que para Lacan es una de las maneras de introducir la mirada, puesto que la mirada, en tanto objeto a, no debe situarse forzosamente a partir del ojo que contempla, o simplemente percibe, un espectáculo o un cuadro. Se encuentra ante todo en lo que hace mancha en el cuadro –recuerden aquella anécdota que cuenta Lacan al describir que lo que hacía mancha en el cuadro era también él mismo cuando, siendo un joven y rozagante estudiante de medicina parisino, iba a acompañar a marineros.

Volveré dentro de un instante a la cuestión del objeto a. Pero detengámonos un momento en el hecho de que es de ella como analizante de quien mi paciente tiene vergüenza. Esto se puede decir banalizando: “Quisiera ser, dice en cierto modo, una buena analizante y no lo logro”. Pero también se puede decir que experimenta que hace mancha en el cuadro. Todo esto podríamos decirlo acerca de la transferencia,

y de lo que Lacan pudo decir en el seminario sobre los escritos técnicos mostrando su costado de resistencia. Lo formula además en términos bastante fuertes que debe rían impedirnos banalizar: “Es en la medida en que la confesión del ser no llega a su término que la palabra se vuelca entera sobre la vertiente en el que se aferra al otro”.

El psicoanálisis, así, no es una simple práctica de rememoración. Implica al sujeto en el nivel más profundo, el de la confesión, y hay algo patético en captar cómo, en los momentos en los que la confesión se vuelve demasiado difícil, un analizante puede intentar aferrarse a la presencia del analista, con toda la ambivalencia que susci- ta entonces esta presencia. Una ambivalencia, porque acaso mostrarse avergonzado o avergonzada puede también conllevar un goce.

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Pero ahora voy a dirigirme hacia otra aproximación de lo que la situación psicoanalítica misma puede inducir, y para esto voy a pasar de la mirada a la voz. La voz, igual que la mirada, Lacan la sitúa en el Seminario XVI: De un Otro al otro, a partir de la perversión, y a propósito de ella, menciona el masoquismo de dos maneras diferentes. La voz es aquello a lo cual el masoquista ha renunciado (no tiene derecho a la palabra, no tiene “voz en el asunto”). Y además la voz, fría y arbitraria, esa voz a la cual el masoquista obedece como un perro, permanece del lado del amo.

Volveré a esto, pero con lo que quiero insistir es más bien con el hecho de que, en su seminario sobre la angustia, para ubicar la voz Lacan se refiere a “la voz de Dios”, esa voz que resonaría cuando, en ciertas ceremonias judías, se hace sonar el shofar. Lo que destaca, entonces, es que no se trata en esta ceremonia de una voz que emitiría fone- mas articulados, que permitirían las metáforas y metonimias de un discurso religioso.

A través de las sonoridades del shofar, que evocan lo que ciertos textos bíblicos llaman el mugido o el rugido de Dios, se trata de la emisión de una voz considera- da en tanto tal, separada de toda significación. Ahora bien, hay que destacar que no es raro que un analizante oiga nuestra voz más que nuestras palabras. Por ejemplo, puede quejarse de las inflexiones que cree detectar en el tono de voz de su analista.

¿Será que ese día estaba mal dispuesto hacia él? Habló de manera tan brusca, alzó la voz aparentemente sin razón…

Creo que semejante experiencia va más allá de lo que he dicho de una palabra que se aferra al otro. Es más bien como si la transferencia no pudiera producir sus efectos de liberación sin algún riesgo. Michel Foucault, a quien Lacan apreciaba, que jamás negó la importancia del psicoanálisis, es uno de los que más avanzó acerca de esta cuestión.

Es a partir de sus últimos cursos en el Collège de France que Frédéric Gros llegó a formular, en un artículo de 2004, una paradoja que no puede dejar de detenernos.

Frédéric Gros parte de lo que sería, en el psicoanálisis tanto como en la dirección de conciencia cristiana, la “sospecha fundamental”: “Lo que yo creo inmediatamen- te que soy no coincide con quien soy verdaderamente”. Y es para intentar superar esta brecha que me dirijo al analista. Esto, dice Gros, “[…] me somete indefinidamente a la escucha del Otro. […] Es buscándonos a nosotros mismos como aprendemos de la mejor manera a obedecer al Otro”.

Entonces, ¿la operación analítica incluye necesariamente una dependencia res- pecto del Otro? ¿De la escucha del Otro? ¿Y por qué no de su voz, dado que en su ausencia de significación puedo atribuirle no sé qué intención? ¿Y por qué no también de la mirada, si es verdad que esta conlleva también una dimensión de enigma?

Mencioné, por lo demás, el rol de la voz en el sadomasoquismo. Nada semejan- te aparentemente en la cura, durante la cual el analizante, con toda evidencia, no renunció a la palabra, y durante la cual el analista no hace uso del tono glacial del amo sádico. Pero hay que prestarle atención a la práctica del corte de las sesiones que introdujo Lacan. Suele ser pertinente, pero también puede ser vivida como una toma de poder exorbitante. Debe manejarse, entonces, con cierta precaución.

Más importante me parece, en relación con mi planteo, lo que pudimos decir de la voz de Dios. ¡No es que el analista sea divinizado! Pero cuando su voz le llega al analizante, a partir de ese espacio Otro que concretamente se ubica detrás de él, cobra un relieve particular, que explica en gran medida, por ejemplo, hasta qué punto puede ser atrapado.

¿Se puede evitar este tipo de efectos? Sin duda no completamente. Sin embargo, si el analista está un poco precavido podrá limitarlos. Podrá también “utilizar” esta di- mensión que cobra su voz. Lacan, en sus cóleras proverbiales, lo hacía sin duda muy voluntariamente. Digamos que nada le impide al analista levantar el tono, cuando lo hace a contracorriente de los efectos del superyó que inhiben al analizante.

La voz –nuestra voz– puede indicar, por sí misma, que no hay razón alguna de ser complaciente en relación con aquello que, para cada uno, es del orden del sometimiento más deprimente. También puede, para volver a la vergüenza, hacer sentir por su tonalidad más que por explicaciones, que es probable que la vergüenza blo- quee al analizante en un goce sin perspectiva.


[1] Coloquio La voz y la mirada en la experiencia del análisis, realizado el 22 y 23 de marzo en Buenos Aires, organizado por el Grupo Perspectivas en Psicoanálisis, editor de LaPsus Calami, y convoca- do por la Escuea Freudiana de la Argentina, Escuela Freudiana de Buenos Aires, Fundación Euro- pea para el psicoanálisis y Mayéutica, Institución Psicoanalítica.