Entrevista realizada por Alejandra Ruiz Lladó

Alejandra Ruiz Lladó: Dentro del retorno a Lacan que usted viene proponiendo –junto a analistas de gran trayectoria, como Nober­to Ferreyra, Benjamin Domb y otros–, ¿cómo situaría las psicosis? ¿Hasta qué punto este tema es afectado por lo que se exalta, se acen­túa o se constituye como escotoma en ciertas lecturas y propuestas clínicas subsecuentes?

Isidoro Vegh: Con el tema de las psicosis sucede lo mismo que con otros aspectos del desarrollo del psicoanálisis. Me refiero a lo que suelo llamar, en broma, “la parroquia lacaniana”, que parece volver a una especie de ideal hegeliano puesto en acto, por el cual se supo­ne que todo lo que vino después es un progreso respecto de lo que estuvo antes. Lo último, o lo ultimísimo –como dice alguno–, sería una superación incuestionable de lo anterior. En esa línea, uno en­cuentra a jóvenes analistas que siguen a ciertos enseñantes y que, a su vez, pasan a constituir una pequeña moda, sin jamás haber leí­do los Escritos de Lacan. También se han salteado ciertas clases de algunos de sus seminarios, tales como El deseo y su interpretación, Las formaciones del inconsciente, y en especial el seminario sobre las psicosis: uno de los primeros que Lacan dio cuando se animó a interrogar lo que pasaba en el ambiente psicoanalítico en el que se movía, asumiendo de ese modo su condición de maestro. Algo que lo condujo a tomar distancia de gente con la que no solo compartía la dirección de la Asociación Psicoanalítica de París, sino que tam­bién eran sus amigos, como por ejemplo Nacht. Sin embargo, La­can no dudó en poner en primer plano su relación y compromiso con el psicoanálisis, y comenzó a hacer una lectura de Freud que no dudó en llamar “retorno a Freud”, tal como lo escribió en un texto de aquellos años: La cosa freudiana… Ante esto, uno podría decir: ¿cómo es posible un “retorno a Freud”? ¿Acaso los psicoanalistas al­ guna vez dejaron de estar con Freud? Pues sí, hicieron con Freud lo mismo que ahora aparece como repetición en relación con la obra de Lacan. Tomemos un ejemplo: los analistas de la ego psychology. A partir de una lectura equivocada de El yo y el ello, afirmaron que considerar al inconsciente, el descubrimiento de Freud, como lo que sostenía las dos terceras partes del iceberg, era seguir mantenien­do un discurso ya superado. Para ellos, el aforismo presocrático de Freud, wo Es war, soll Ich werden, quería decir “hay que reforzar al yo”. Que allí donde la pulsión constituía su apremio, el yo era el que tenía que tomar las riendas.

Lacan entendió que esa propuesta hacía retornar por la ventana lo que Freud había sacado por la puerta, que era la psicología de la con­ciencia. Por supuesto que la ego psychology no fue porque sí: fue la que desarrollaron los alumnos de Freud, algunos incluso se habían analizado con él, otros con sus discípulos más cercanos en la Viena imperial o en Alemania, con Abraham. Conocemos quiénes eran las figuras principales: Hartmann, Loewenstein, Rapaport, Erick­son. Fueron unos cuantos que, cuando emigraron a Estados Uni­dos, encontraron una sociedad en la cual, siendo en ese tiempo ya el bastión más importante del frenesí capitalista, era muy importan­te que la gente tuviera un aval, especialmente tratándose de una dis­ciplina nueva como era el psicoanálisis. Para ellos, que desde el psi­coanálisis (que comenzaba a ganar prestigio) se les dijera que había un yo libre de conflicto, que no estaba tomado por los riesgos pul­sionales ni por la influencia del inconsciente, era muy grato, muy tranquilizador. Lacan decide enfrentar eso y al mismo tiempo (ha­ciendo lo que siempre se dice que no hay que hacer, que es la guerra en dos frentes al mismo tiempo) también enfrenta a los psicoanalis­tas que se fueron de Viena, pero para otro lado, hacia Londres, y allí (especialmente bajo la égida de alguien que también se formó en la Mitteleuropa y fue paciente de Abraham, me refiero a Melanie Klein) pasaron a dar vigencia de concepto a lo que parecía que era nada más que traducción. Pero no era así: la traducción siempre implica concepto; la traducción no es solo un juego de lenguajes. Cuando Strachey decide traducir Trieb por instinct en inglés, tenía la opción de traducirlo por drive, porque en alemán existen las dos palabras: Trieb e Instinkt, escrito con ka. Si Freud utilizó Trieb es porque no quiso utilizar Instinkt. La diferencia está en que el Trieb, la pulsión, va enganchada, en los términos de Freud, al representante pulsio­nal. Eso que llamamos “instinto”, en el ser humano queda absolu­tamente modificado por el hecho de que el cuerpo está atravesado desde el inicio, y aun antes de nacer, por el lenguaje. Lacan enfrenta –y lo hace con una valentía admirable– tanto una desviación hacia el reforzamiento del yo como la otra que degradaba la pulsión a la condición de instinto, haciendo que el destino de un sujeto estuvie­se determinado por su bagaje genético. Sin embargo, para no hacer una lectura absolutamente tendenciosa del kleinismo, es importan­te destacar que también incluyó la función del Otro en la respues­ta al instinto, lo que se suele llamar la función de reverie. Lo reco­nocemos. Lacan siempre valoró los desarrollos del kleinismo. Pero en ese punto donde Melanie Klein llamaba “instinto” a lo que Freud llamó Trieb (pulsión), Lacan marca claramente una diferencia que, además, se acompaña de consecuencias en la dirección de la cura.

Uno de los esfuerzos de Lacan en aquellos tiempos fue intentar ha­cerles entender a los jóvenes analistas que textos como la Traumdeu­tung, Psicopatología de la vida cotidiana o El chiste y su relación con el inconciente, no estaban superados. No eran textos que los candi­datos de la Internacional tuvieran que leer más o menos para tener una cierta erudición. ¡Eran clásicos! En la pintura podemos decir lo mismo. Está bien, hoy no vamos a pintar como en la época de Leo­nardo, pero esa pintura no puede ser superada.

A.R.: En ese sentido, deberíamos considerar la idea de superación dialéc­tica como propiamente hegeliana, puesto que implica un sistema. Es casi inevitable caer en modos de pensar explícitamente desestima­dos por Lacan, tal como la idea de que habría progreso en la teoría.

I.V.: Esa es la dialéctica: es la progresión hasta alcanzar el saber absoluto. Hoy, con la modestia que me caracteriza, digo que igual que Lacan, estoy en una lucha ardua por hacer entender (y lo vengo haciendo en los últimos seminarios) que La significación del falo, la Subversión del sujeto y dialéctica del deseo…, La dirección de la cura y los princi­pios de su poder, ¡son textos clásicos! En la misma línea, digo que su seminario sobre las psicosis también debe ser incluido en ese aba­nico de textos clásicos. Es verdad, Lacan primero habló de la metá­fora paterna, del Nombre del Padre, y luego, en los últimos años, de los nombres del padre. Ahora bien, si uno conoce la lógica que sub­tiende tanto al texto que presenta por primera vez la metáfora pa­terna, que es el texto sobre Schreber, como aquella por la cual él ha­bla de les noms-du-père, los nombres del padre, en los dos casos la lógica dice lo mismo de otro modo.

A.R.: Podríamos pensar que algunas formulaciones datadas anteriormen­te dicen mejor sobre cierto aspecto clínico que otras que, aunque posteriores, recortan otro tipo de problema u aspecto de la misma cuestión. ¿Hasta qué punto quienes solo leen el último Lacan no co­rren el riesgo de despreciar formulaciones hechas en otros tiempos de la teorización? Una lectura que acentúe los cortes cronológicos sin precisar las lógicas en juego, ¿no podría traicionar el contexto del problema al que Lacan se refiere al utilizar una nueva definición?

I.V.: Lacan dijo esta frase: “Nunca quise ser original; lo que quise es pro­ducir una lógica”. ¿Una lógica de qué? Una lógica de los grandes rela­tos freudianos. El estadio del espejo es una lógica en la que él intenta desplegar la dimensión imaginaria del yo freudiano, que nos permi­te diferenciar dónde está el error de la ego psychology. Si lo quisiéra­mos resumir al mínimo (lo escribí en un texto que se llamó Yo, ego, sí-mismo),[1] diríamos que el equívoco –para llamarlo con suavidad– de la ego psychology fue quedarse con algunas frases de Freud que, en una lectura apresurada y no demasiado rigurosa, pueden hacer creer que el yo se reduce a un yo instrumental, como cuando Freud dice que el yo tiene una función de síntesis. Lo que no entendieron, y tampoco leyeron –porque en realidad es una cuestión de lectura–, es que cuando Freud habla de la función de síntesis no dice de nin­gún modo que sea una función lograda por el yo, sino aquella a la que aspira –porque el capítulo donde habla del yo se llama “Los va­sallajes del yo”, no “Los señoríos del yo”. En lugar de basarse en esa lectura equivocada sobre la función de síntesis, Lacan vuelve a un texto clásico: Para introducir el narcisismo (mal traducido al caste­llano como Introducción al narcisismo), donde Freud dice que el yo se constituye como algo que sustenta al narcisismo, en la medida en que define al narcisismo como el amor que tiene por objeto al yo. Si entonces se habla de amor al yo para definir al narcisismo, resulta que ahí se trata no de una función instrumental del yo, sino de una función pasional del yo. Y si siempre decimos que el amor es ciego, cuando se dirige al propio yo es doblemente ciego.

A partir de eso, en El estadio del espejo…, Lacan va a decir que la función de conocimiento del yo es una función de desconocimien­to, y va a cuestionar el yo del cogito cartesiano, que es el sustento en la tradición del pensamiento occidental, a lo que retorna (como si fuera una novedad) la ego psychology. Ahí establece una lógica, a partir de la cual formulo una distinción entre un yo pasional y un yo instrumental –no podemos negar que hay un yo que te ayuda a cruzar la calle para que no te pise un auto, pero con ese argumento absolutamente banal suelen corrernos cuando los lacanianos deci­mos que el yo sostiene una función de desconocimiento.

A.R.: Cabe reconocer que algunos lacanianos solían creer, en los primeros tiempos, que era casi un deber analítico atacar al yo (incluso cuando los pacientes fueran melancólicos, un avatar clínico que no debería pasar desapercibido). Evidentemente, no se trata de destruir al yo…

I.V.: Lo que pasa es que ellos desconocen que ese yo instrumental es se­gundo, lógicamente, del yo pasional, porque si el yo que quiere ser amado no tuvo un Otro que lo acogiera desde el comienzo, va a cru­zar la calle para que lo pise un auto o va a ir a las vías para que lo pise un tren. Hay una instancia pasional del amor que se constitu­ye en el Otro, no es hereditaria, y que es el sustento de lo que luego será el yo instrumental.

Lacan también construye una lógica de lo simbólico: así avanza en los fundamentos lógicos del complejo de Edipo, que no es reductible a un cuentito. Cuando escuchamos a algunos que repiten sin pen­sar una frase de Lacan: “Tengo algo mejor que el Edipo”, yo les di­ría: “Sí, tengo algo mejor que el cuentito edípico: la lógica del Edipo”. Por eso, en la Proposición del 9 de octubre…, Lacan dice que sin esa lógica del Edipo, todo lo que se diga del análisis en extensión pasa a ser un delirio. Se hacen lecturas empobrecedoras.

Y por último, cuando avanza para dar la lógica de lo real, lo hace con la lógica de los goces. Toma el texto Tótem y tabú y lo pone en plie­gue con la lógica aristotélica (la lógica modal, la lógica de las pro­posiciones). Hay una riqueza que se extiende a lo largo de la obra de Lacan, algo que él dijo no en un aforismo sino en una frase, una sentencia: “Me desvivo por decirles lo mismo de otro modo”.

A.R.: En lo que se refiere a las psicosis, existen algunas diferencias signi­ficativas entre lo propuesto por Freud y por Lacan, quien también incluye varios aspectos desarrollados por Melanie Klein. Mientras Freud descubre a cielo abierto la lógica que organiza el delirio, La­can produce cierto avance en el abordaje clínico de las psicosis, algo que paradojalmente nombra con el lema de “no retroceder” –un to­que de humor bien lacaniano ya que no es tan fácil situar el alcan­ce de ese “no retroceder”, ni mucho menos delimitar a qué retroce­so se refiere o quiénes habrían retrocedido. Se puede suponer, por supuesto, a cuenta del auditor… Es justamente allí donde conviene reconocer a Melanie Klein como una de las “adelantadas” que ha­bría avanzado sobre ese territorio extramuros que es la psicosis. Pa­reciera ser que Freud fue más cauto, más moderado, en sus expec­tativas al respecto.

I.V.: Freud decía –también hay que tener cuidado en cómo se lo lee– que si se le pide al psicoanálisis lo que excede sus límites, sin duda va a quedar expuesto al fracaso. Ahora bien, lo que nosotros descubri­mos con Lacan es que en esa afirmación de Freud hay una parte de verdad que es necesario reconocer. Si se desconoce, corremos el ries­go de entrar en un tipo de tratamiento que, con la mejor intención, pasa a ser una tortura. Recuerdo haber leído ciertos controles de ca­sos de psicosis que se hicieron hace unos cuantos años en Buenos Aires. El paciente decía dos palabras, y el analista: “Usted ahora se­para la frase en dos”; luego, el paciente retrucaba con otra cosa y el analista decía: “Ahora usted destruye la palabra que yo le dije, des­truye mi palabra en dos partes” (ya no solo la frase). Era un camino ineficaz, además de una tortura para los pacientes.

Mi primer paciente fue un psicótico –toda la vida atendí psicóti­cos y jamás me agredió ninguno de ellos. ¿Por qué? Porque siem­pre tuve presente que aun en la psicosis, se trata del sujeto. Que se trata del sujeto quiere decir: no lo violentes, no lo enfrentes, eso no tiene sentido, es un absurdo total. No vale tampoco con un neuró­tico, pero menos que menos con un psicótico; aunque un paranoi­co pueda parecer fuerte, es alguien frágil. Hay paranoicos que no se pueden atender, y eso hay que aceptarlo. A veces no se puede. Eso sucede. Hay gente que viene a controlar conmigo, que me dice: “Yo tengo miedo, vino con un revólver, en cualquier momento… No te­nía paz”. Es obvio que no se lo puede atender en el consultorio, ha­brá que ir a una institución. Pero salvo algunos casos extremos, to­dos los demás, si uno sigue el hilo de lo que el sujeto propone… es raro que haya agresiones. Cuando sucede, hay que preguntar: “¿Qué pasó antes? A ver, cuénteme…”. Me acuerdo que cuando comencé a hacer guardias, recién recibido, en una clínica psiquiátrica priva­da en Banfield, me contaron que el paciente tal quiso agredir a un enfermero. Entonces, pregunté por qué. “Es que le vino el impulso vaya a saber de dónde”, me respondieron. De inmediato, hablé con él: “¿Qué pasó?”. Resulta que como él había dicho que quería suici­darse, para “protegerlo” le habían clausurado el botiquín. No solo le habían escondido la Gillette y la maquinita de afeitar, sino también… el cepillo de dientes. Si esas cosas elementales no están cuando uno se levanta a la mañana, ¡es lógico enojarse! Hubo un arrasamiento del sujeto, porque una cosa es que alguien le diga: “Vamos a quitar­le de su botiquín la máquina de afeitar y la Gillette, porque usted dijo esto y lo tenemos que cuidar, es nuestra obligación. Pero todo lo demás está ahí”, y otra muy distinta es clausurarle el botiquín con todo adentro. ¡El tipo tenía cosas elementales! Es un verdadero arra­samiento del sujeto.

Lacan nos lleva a plantear una perspectiva absolutamente diferen­te, reconociendo que no se puede tratar a una estructura psicóti­ca (hablo de psicosis mayores: esquizofrenia, paranoia, parafrenia) como se trata a un neurótico. Efectivamente, eso no anda, como de­cía Freud. Ahora bien, la lógica de la psicosis, tal como Lacan la pro­pone a partir de su lectura del caso Schreber, abre un camino posi­ble, que se amplía luego, cuando trabaja la estructura psicótica de Joyce. Aunque él no usa la palabra psicosis, pero ¿qué quiere decir “Verwerfung de hecho”? Verwerfung de hecho, si leemos en la con­tinuidad, quiere decir: porque hay un padre que hace las cosas ne­cesarias para que haya Verwerfung. Un padre que era un monigote, un payaso, un padre quebrado. Tal como lo describe Stephen Deda­lus en Retrato del artista adolescente[2] y lo confirma Richard Ellmann en su biografía[3].

Con Lacan aprendemos una tesis esencial: todas las instancias freu­dianas comienzan en el lugar del Otro, incluyendo las dos que po­dían parecer hereditarias: el yo, en el estadio del espejo, se constitu­ye alienado, primeramente en el campo del Otro. Y lo que mal tra­dujeron los ingleses por “instinto”, que es Trieb, demanda pulsional inconsciente que llega desde el lugar del Otro. La pulsión también se constituye a partir de la demanda del Otro –lo mismo podemos demostrar para el síntoma, el fantasma, para el inconsciente estruc­turado como un lenguaje, para el ideal del yo, el superyó. Para todas las instancias freudianas, podemos señalar que la gran estrategia la­caniana es mostrar que en el inicio está el Otro, y desde el momento en que podemos demostrar que en el inicio está el Otro (que tam­bién quiere decir que está la palabra del Otro), nosotros, los psicoa­nalistas, podemos intervenir. Aunque por supuesto, no es lo mismo la palabra que pasó en algún momento por lo que llamo “el colador del inconsciente” (el inconsciente sometido a una lógica de incom­pletud), que lo que nunca pasó por allí y exige, por eso, otro tipo de intervenciones. Esta problemática es la que me llevó a publicar hace muchos años –ahora va a salir una tercera edición ampliada– el li­bro Las intervenciones del analista[4].4 En esos casos, la típica interpre­tación simbólica no es eficaz, y es necesario apelar a intervenciones en lo real, en lo imaginario o propiciar lo que en los últimos años Lacan llamó sinthome. Para tener alguna eficacia en la clínica de las psicosis hacen falta otro tipo de abordajes.

Con la psicosis sucede lo mismo que con los demás conceptos de Lacan, donde esa idea hegeliana de lo ultimísimo viene, en una lec­tura empobrecedora, a tirar por la borda mil doscientas páginas de enseñanza anteriores –y en ese “tirar por la borda” también se tiran los desarrollos respecto del Nombre del Padre. ¿Qué quiere decir esa frase “del Nombre del Padre se puede prescindir, a condición de ser­virse de él”? Algunos la cortan por la mitad y se quedan con la pri­mera parte. Alguien quería enseñarles a sus alumnos que del Nom­bre del Padre se puede prescindir sin más, porque el lenguaje por sí mismo ya sería una función del Nombre del Padre. Yo le diría: “Solo podés decir eso porque nunca hablaste con un psicótico”. Los psicó­ticos tienen lenguaje, pero el lenguaje solo no garantiza haberse ser­vido del Nombre del Padre. Ese modo de tomar meramente una par­te de la frase es propia de alguien que, evidentemente, nunca aten­dió a un psicótico.

A.R.: Quizá convenga señalar que hay un uso de algunas frases de Lacan que sufre el desgaste por pasar de boca en boca como moneda co­rriente y también por el hecho de la mala lectura, que siempre deja cierta banalización, en parte por mala fe y en parte por los límites de nuestra estructura. Toda la simpatía que me producen los discursos progresistas y libertarios en contra de los conservadores y retrógrados no logran, sin embargo, que no me dé cuenta de que se quiere pa­sar sin el padre demasiado rápido y que un espíritu psicoanalítico –si es que cabe semejante entidad– siempre tiene presente aquello de que “los muertos que vos matáis, gozan de buena salud”.

Hay una lectura aparentemente “libertaria” que, embistiendo ciega­mente contra el padre y contra todo lo que sea significación pater­na, no hace más que eternizar su poder… fantasmático. Ya sabemos que los empeños por ir contra el padre no pueden más que darle más fuerza. Una cosa es que “se pueda prescindir” del padre porque ha caído de su lugar, y otra muy distinta es que “se esté empeñado en prescindir” o “liberarse de él a cualquier costo”.

I.V.: En el último caso, diría que es una prueba más de que el ser huma­no no está naturalmente preparado para aceptar la ley. Fijate que el ideal Tinelli de nuestra cultura es que la libertad es la ausencia de ley. En cambio, Freud, que era más inteligente, cita al padre de los Hermanos Karamazov, quien dijo: “Si Dios ha muerto, todo está permitido”, y Lacan le respondió: “Si nada está prohibido, todo se vuelve obligatorio”. El sujeto queda indefectiblemente atrapado en el goce. Por eso resulta alarmante que hoy haya pediatras que creen que lo que va a salvar a los chicos es la teoría del apego. Con la psi­cosis es obvio que pasa lo mismo. Y esa frase famosa “del Nombre del Padre se puede prescindir, pero a condición de servirse de él”, nos remite al ideal de los milenarios, que decían “cuando venga el mesías se acaba el pecado”, entendiendo que a partir de ese momen­to ya se podría coger con mamá y matar a papá, porque ya no sería más pecado. Ellos creían que al fin podrían hacer lo que quisieran sin que fuera pecado.

Para abordar esta problemática, hice un trabajo de lectura rigurosa de un texto que se llamó Los nombres del padre, que es la única clase que Lacan dio antes de la excomunión de la Internacional. Allí dice muy clarito que una cosa es el padre del goce y otra cosa es el padre del deseo y de la ley, y lo presentifica en la diferencia entre los Elohim –que eran dioses que pedían sacrificio humano– y El Shaddai –que es otro nombre de Dios, el Dios del pacto.

Ahora bien, ¿eso quiere decir que yo me voy a quedar con la me­táfora paterna y voy a desconocer lo que Lacan produjo después? No. De hecho, cuando Lacan dice il faut être dupe de nom du nom du nom du père (o sea, “hay que ser incauto del nombre del nombre del nombre del padre”), está hablando tres veces de los nombres del padre. Y después agrega: “Los nombres del padre son real, simbóli­co e imaginario”. Para Lacan es muy importante tener presentes las enseñanzas de San Agustín. La Santísima Trinidad no es un delirio: uno es tres y tres es uno. Cada uno de los registros, al hacer buen nudo con los otros, hace que el agujero exista, y Lacan insiste en la función del agujero.

La metáfora paterna, como se plantea en las psicosis, implica la vi­gencia del agujero. Cuando el deseo de la madre cae bajo la barra, el hijo deja de ser el falo de la madre. Ella se reencuentra con su agu­jero, y en la medida en que el hijo pasa de ser el falo a tener el falo, se instituye como sujeto bajo la característica de ser un manque à être, una falta en ser. Doble agujero: el agujero con el que la madre se reencuentra, y para el sujeto, allí donde podía haber una identifi­cación con el ser de un objeto (ser el falo del otro o ser alguna de las especies del objeto a), aparece una falta en ser. Hay que destacarlo. El nudo significa eso: que el uno es tres y no que el uno es uno. El nudo implica anudados a lo simbólico, lo real y lo imaginario, los tres haciendo la consistencia del nudo.

A.R.: En ese punto, justamente, se abren algunos interrogantes que nos formula la psicosis. La forclusión del significante del Nombre del Pa­dre, tal como la plantea Lacan, no permitiría este pasaje hacia la es­tabilización de cada registro, o al menos habría algunos puntos don­de los registros no funcionan como Nombres del Padre, mostrando, de ese modo, la radicalidad de su forclusión. En la psicosis, cuando hay inmixión de un registro en otro, por ejemplo, cuando una mujer oye una voz que la insulta en el espacio real, que a su vez pierde las coordenadas simbólicas, o cuando no puede bañarse porque siente que la están mirando, o cuando lo especular se le abre al infinito y cada vez que toma un café ve que otros clientes del lugar repiten su gesto o le hacen mohines, hasta el punto de huir de la confitería, en esos momentos se ve que los registros se interpenetran, se inmixio­nan o se deshacen, cuando se trata del anillo imaginario o cuando se pasa de un registro a otro, como en la paranoia, que Lacan escri­be con el nudo de trébol. Pero ya ningún registro es lo que es. En­tonces, si para Lacan cada registro puede ser un Nombre del Padre, allí, en esos puntos de inmixión, la forclusión estaría más presente que nunca. La forclusión del significante del Nombre del Padre no podría, en ese punto, asegurar ese agujero del que está hablando.

I.V.: Así es. Cuando Lacan trabaja el nudo de Joyce nos muestra que hay un error en el nudo, con lo cual los anillos de lo simbólico y lo real se penetran (cosa que no sucede en el nudo borromeo), y el ima­ginario queda libre. Las tres veces que Lacan diagnosticó psicosis –algo que trabajó con veinte años de diferencia: el caso Aimée, la lec­tura de Schreber, y después la lectura de la vida y la obra de Joyce–, fue a partir de la pérdida de lo imaginario. En Aimée, cuando ella acuchilla a la actriz famosa para deshacer la totalidad que el otro le presenta; en el caso Schreber, cuando él sufre su cuerpo leproso, que se le despedaza; y en el caso de Joyce, cuando recibe la paliza y des­cribe que no puede sentir odio, que el odio se le va del cuerpo como capas de cebolla. Es una descripción magnífica de lo que es la pér­dida del registro imaginario. Se trata, entonces, de que esa ausencia de la metáfora paterna no es indiferente.

Efectivamente, se puede ir más allá del padre, pero ¿en qué sentido? Que no es necesario que haya un padre que te diga todos los días: “Lavate los dientes, sentate bien en la mesa”. Hay un momento en que eso puede ser suplido por el nudo bien anudado. Está incorpo­rado. Cuando hay una falla, puede ser superado con el agregado de lo que llamamos un sinthome. Un sinthome que, en la obra de Lacan, se presenta con varias presencias distintas. Yo suelo decir, haciendo una ubicación lógica, que podemos dividirlo en tres especies: cuan­do Lacan dice La femme c’est le sinthome, se refiere a la necesidad del Otro como lugar donde canalizar el goce en su cuerpo –asimis­mo afirma que un hombre puede ser sinthome para una mujer. Al final, la tontería de que un hombre es un arrasamiento para la mu­jer –aunque también hay mujeres que son un arrasamiento para el hombre. Además, dice que la escritura de Joyce es su sinthome. Pue­de ser un trabajo de plomero, psicoanalista, escritor o camionero, cualquiera puede funcionar como sinthome. De hecho, uno conoce gente a la cual su oficio le funciona como un sinthome.

A.R.: ¿Qué es entonces un sinthome? ¿Cómo lo definiría?

I.V.: Vamos a darle un poco de despliegue a ese concepto. Es un buen ca­nal para el goce cuando no tiene buena derivación. Y eso lo escri­bimos en el nudo como un cuarto anillo que anuda a los otros tres.

Ahora bien, yo hice una lectura del último nudo que Lacan escribe con relación a Joyce, que está al final del seminario sobre el sintho­me, donde presenta el nudo de Joyce con rectas al infinito y man­da al infinito –no es casual– lo real y lo simbólico. Mi lectura de eso fue el fundamento del trabajo en Brizna, una propuesta clínica en el campo de las psicosis que comenzó en el Hospital Belgrano. En aquel entonces, yo decía que enviar al infinito lo real y lo simbólico permite remediar lo que el sinthome no remedia. Lo que el sinthome remedia es que el imaginario no se pierda, pero la penetración de real y simbólico sigue estando. Mandar al infinito esas dos dimen­siones es sacarlas del centro de la escena, lo cual implica consecuen­cias prácticas: no se toca el delirio, no se interpreta la alucinación, se va por otro lado. Fue el fundamento de lo que propuse en Brizna.

A.R.: En el seminario sobre las psicosis, Lacan nos advierte que no hay que tomar la autopista principal y sugiere seguir caminos colatera­les, esos senderos que se bifurcan en el relato de Borges.

I.V.: “Brizna” es un nombre de esos circuitos colaterales.

A.R.: La demultiplicación de la transferencia, un tipo de intervención que usted propone y que, de acuerdo con lo que hemos trabajado en Briz­na, intenta resolver, atenuar o morigerar ciertos fenómenos que pue­den darse en la transferencia psicótica, ha sido un recurso impor­tante para esta clínica. Tales fenómenos son, por ejemplo, la eroti­zación de la transferencia o los efectos que puede cobrar la presen­cia del analista cuando adquiere, sin proponérselo y por causa de la estructura, la fuerza desencadenante y temida de un gran Otro. De acuerdo con esa lógica, las intervenciones apuntaban a veces a poner en juego otro analista u otro saber, de manera de impedir la equiva­lencia de un analista con el Otro (que no existe, pero oprime). Hace poco, al releer el tercer seminario, encontré que allí Lacan habla de la demultiplicación de los nombres de Dios. Quisiera entonces pre­guntarle si la idea de demultiplicación del analista surgió de allí.

I.V.: Para verificar que es muy buena esa lectura basta con fijarse en el caso del presidente Schreber. En el delirio persecutorio de Schreber, él está junto a Flechsig, que fue su terapeuta, y Dios. Si el analista no hace precozmente esa demultiplicación, corre el riesgo de terminar como Flechsig: siendo el otro conspirador del que debe defenderse. Hay que saber abrir el juego. Si es psicosis, no se puede avanzar de cualquier manera… Hay un riesgo enorme de producir un desenca­denamiento clínico si uno se pone a interpretar como se hace en la neurosis. Es un error. No hay que interpretar el delirio. Hay cosas que son cómicas. Por ejemplo, algunos repiten sin pensar: “Un psi­cótico no entiende un chiste”. Están equivocados. Un psicótico en­tiende perfectamente un chiste.

A.R.: Lo que no le va a gustar es que le hagan un chiste sobre su delirio.

I.V.: Exacto. Si alguien le hace el chiste de que él también es un envia­do de Dios, entonces va a ver lo que le pasa al arriesgado humoris­ta. Pero en cuanto a lo demás, es un tipo inteligente. No tiene nin­gún problema con que le cuenten chistes graciosos… Lo que suce­de con el concepto de psicosis y su práctica clínica, lamentablemen­te, es lo mismo que con otros capítulos del psicoanálisis: cierto em­pobrecimiento. Yo creo que, por ejemplo, volver a invitar a los jóve­nes analistas en formación a que lean con detenimiento el semina­rio sobre las psicosis es pura ganancia. Que lean con detenimiento De una cuestión preliminar… (que es un resumen de aquel semina­rio), que es una joya. Y lo considero de gran importancia en lo que hago: sigo atendiendo pacientes psicóticos. Puedo contar anécdo­tas interesantísimas. La última: una poeta que presentó su obra en la Escuela, mientras que su hermana presentó al mismo tiempo unas diapositivas que acompañaban los poemas.

A.R.: ¿Quisiera contarnos algún fragmento sobre ese caso?

I.V.: Fue un caso muy interesante. Me vino a ver una mujer que vivía en Nueva York, estaba desesperada porque su hermana era psicótica y ya la habían internado varias veces con diagnóstico de esquizofre­nia. Era poeta y había ganado varios premios importantes de poe­sía en la ciudad. Sus hijos ya no la querían ver; vivía sola. Los veci­nos le contaban que salía, dejaba la puerta abierta de la casa, cru­zaba la calle sin mirar. Entonces, la hermana me consultó: “Yo vine especialmente para ver qué hacer, para ocuparme de ella, pero yo no puedo venir a vivir a Buenos Aires. Llevarla conmigo es absur­do… Y mi hermana me dijo que si la vuelvo a internar, la mato”. Ya la habían internado muchas veces, le habían hecho electroshock, le habían dado todo tipo de psicodrogas. Le contesté: “Escucho lo que usted me dice y también lo que dice su hermana. Ahora, usted me dice algo que es importante: que ella es poeta. Bueno, yo tengo una manera de atender a pacientes con la característica de su hermana, que tal vez podemos probar. (Pensaba en acentuarle su relación con la poesía como sinthome; al mismo tiempo acompañarla con entre­vistas). Si a usted le parece…”. No volvió a consultarme. Al cabo de un mes, me llamó llorando y me dijo: “Le pido perdón, le pido per­dón”. Le pregunto qué pasaba. “La verdad que yo no confié en lo que usted me decía, que con eso iba a poder andar. La llevé entonces a un psiquiatra, la atendió un canalla…”. Un jefe de sala –que después se convirtió en un militante de la psiquiatría más salvaje que pueda haber– le dijo que lo que había que hacer con la hermana era dar­ le con todo: internación, medicación, electroshock, etc. Me volvió a llamar desesperada y le dije que vinieran las dos. Cuando llega­ron, siendo un día de calor, la hermana tenía puestos tres pulóve­res al revés; además, hablaba totalmente disgregada, entre frases que no se entendían y algunas que sí: “Porque vos y papá me destruye­ron la vida”. Yo la dejé que hablara cinco o diez minutos y de pron­to le dije a la hermana: “Discúlpeme, usted me dijo que venía con su hermana porque era poetisa y a mí la literatura me gusta. ¿Me puede leer, por favor, alguno de los poemas de su hermana? ¿O es mentira que su hermana es poeta?”. La hermana empezó a leer los poemas y ella se calló. De pronto, le dijo: “Te equivocaste, esa frase no es como la leíste, es así”. Cambió el switch. Entonces, le dije: “¡Ah! ¡Buena poetisa, usted! Me sorprende: ¿Usted sabe que a mí la poesía me gusta mucho?”. Entonces, ella se acordó de lo que la hermana le había dicho: “Mi hermana me contó que usted escribió algo sobre Borges”. Le dije: “Sí, ¿le interesa?”. “S… sí”, respondió. Le di mi libro sobre Borges: “Tome. Hagamos una cosa: la vez que viene nos en­contramos y hablamos de lo que usted leyó en mi libro, y yo de lo que leí de su poesía, y conversamos. ¿Qué le parece?”. Me miró, me­dio desconfiada. Así empezó a tratarse conmigo. Obviamente, aten­día a las dos: a la hermana y a ella. A la hermana, aliviándole la cul­pa y diciéndole a ver qué podía inventar para hacer algo con ella. A partir de eso, inventaron una presentación de poemas y videos. En ese tiempo, ella comenzó a vestirse bien, a peinarse, a reconectarse con los hijos… El día que hicieron la presentación estaban los hi­jos. Poca gente se enteró de que se trataba de una mujer estabiliza­da de su psicosis y que vivió feliz su último tiempo hasta que murió de una enfermedad terminal.

A.R.: Este y otros casos clínicos que conocemos, muestran que el sintho­me muchas veces funciona a partir de la escritura. En el caso que nos ha comentado, hay que reconocer que la poesía es una vía para cambiar el switch, pero no sin el lazo transferencial, ya que ella era poeta antes del análisis, había escrito una obra que fue reconocida a nivel municipal, premiada, y a pesar de eso, estaba completamente brotada. Del mismo modo, existen numerosas personas particular­mente creativas, incluso reconocidas, que corren el riesgo de desen­cadenar un brote psicótico o lo han desencadenado, lo que me lleva a la siguiente pregunta: ¿cuándo la obra escrita o una tarea equiva­lente logra hacer sinthome y cuál sería la relación con el analista en el caso que nos ha comentado? Lo interrogo porque he notado que cierta mala lectura del sinthome de Lacan ha popularizado la con­vicción de que la escritura en sí misma estabiliza la psicosis. Eso es algo que habrá que desplegar, ya que produce algunas intervencio­nes equivocadas cuando ciertos jóvenes practicantes en los hospita­les psiquiátricos dan estatuto de sinthome a lo que pertenece al ámbi­to del delirio escrito, y hasta conocí algún caso en el que se incenti­vó, con la mejor intención, que un paciente publicase textos que de­bieron haber quedado en el marco de la relación transferencial. En el caso Aimée, Lacan le pide los originales de una novela que no le devuelve jamás. Interviene, posiblemente, operando la privación de esos textos –claro que no se trataba de una obra literaria, tampoco de un sinthome, aunque ambos sean escrituras. O sea, hay que dis­tinguir claramente a qué escritura nos estamos refiriendo.

I.V.: En el caso de Schreber es clarísimo. Es un alegato por su delirio; no le sirve como sinthome. Como ya dije, hay tres especies de sintho­me: una, La femme c’est le sinthome: significa canalizar el goce en el cuerpo del Otro. La segunda, el Otro, el de la creación, que yo en­tiendo que se puede extender a cualquier práctica, ya sea el andinis­mo o la escritura. La escritura, por supuesto, toca directamente a lo simbólico, pero las otras también lo hacen, incluso en el caso de un futbolista. Lo simbólico se juega en muchos planos. La tercera es la que se refiere al prójimo. En el caso de Joyce, lo que lo ayuda a es­cribir y a no hacer una vindicación de su delirio es el grupo de gen­te que desde la literatura lo acompaña: Ezra Pound, Elliot, las secre­tarias del New Yorker, la secretaria de la redacción en Londres, los otros que lo ayudan.

Bleger lo decía de otra manera. Siguiendo a Elliot Jaques, hablaba de la depositación de los núcleos psicóticos en los marcos de las ins­tituciones –trataba de pensar lo institucional. Yo lo pienso de otro modo. Una de las razones por las que la gente se junta en las insti­tuciones es porque –si bien las instituciones tienen algo tanático de lo cual hay que saber cuidarse– al producirse ese efecto de lo que llamo “la invocación del otro en el buen lugar”, se logra que muchos delirios se encaucen para lo mejor y no progresen como tales. Creo que a mucha gente la institución le sirve para anudar lo que de otro modo se le haría muy difícil. Sería el tercer lugar en el cual el sintho­me remedia lo real, porque el sinthome implica una canalización del goce que se juega en lo real con el cuerpo del otro, en una creación o en la invocación del otro en el buen lugar, que es el prójimo cuan­do remedia en el lugar de la falla.

[1] Isidoro Vegh: Yo, ego, sí-mismo, Ed. Paidós, Buenos Aires, 2010.

[2] James Joyce: Retrato del artista adolescente, Ed. Lumen, Barcelona, 2000.

[3] James Joyce: Richard Ellmann, Ed. Anagrama, Barcelona, 1991.

[4] Isidoro Vegh: Las intervenciones del analista, Ed. Agalma, Buenos Aires, 1997.