El acto poético hace al encuentro […] produce esa extrañeza ante una realidad cotidiana que de pronto se revela como lo nunca visto […]. El primer acto de esta operación consiste en el desarraigo de las palabras. […] de sus conexiones y menesteres habituales. El decir del poeta es un acto que revela nuestra condición, que no es sino la de nuestra falta original, nuestro poco ser.

Octavio Paz: El arco y la lira

Ningún poema puede nacer de la convicción
de que ya existe un lenguaje que une dos
cosas distintas. 

Paul Auster

 

El tema sobre el cual De Rivoyre nos acerca nuevas consideraciones en su texto “Acto poético, acto analítico. O la cuestión del estilo”, podría enunciarse como “de las relaciones entre el acto analítico y el acto poético”. Y así lo abordaremos, dado que lo consideramos fundamental tanto en lo que hace al procesamiento del último tramo de la enseñanza de Lacan como por sus alcances en nuestra práctica cotidiana.

El desarrollo de dicho tema orienta un modo de entender la interpretación como intervención del analista, desprendida de una lectura de Freud: el acto analítico en tanto interpretación se funda como acto de habla, y es en este sentido que apoya la relación con el acto poético.

Ahora bien, puede resultarnos interesante recordar que, si una de las notas esenciales del acto –el cual, por definición, acontece por un decir–[1] es producir un corte, podemos considerar, siguiendo a Badiou, que hay algo allí del orden del acontecimiento. El decir hace discurso y el advenimiento del discurso es acontecimiento[2] que se revela de una manera súbita e impredecible, subvirtiendo la hegemonía o sistema de creencias haciendo palpable el vacío primordial de la condición humana, su falta de metas u objetivos predeterminados, el hecho mismo de que el sentido es siempre una construcción.[3]

Si entendemos que esta noción es útil es porque (re)introduce ideas de algún modo subversivas (o así consideradas en algún momento), como la importancia del azar, el rol activo de los sujetos y la relevancia de las rupturas, sumamente interesantes a la hora de planearnos el acto analítico. Étienne Balibar nos permite dar un paso más al decir que “[…] hay un antes y un después y, por lo tanto, permite fijar una fecha que interrumpe la continuidad de las representaciones”,[4] instituyendo un inicio diferente.

Dicho corte implica fundamentalmente un “hacer” no reductible a acción ni mucho menos a hazaña alguna, que en virtud de un cambio en la posición subjetiva del analizante produce efectos y tiene consecuencias no reversibles. Nos interesa este sesgo para continuar desarrollando la articulación entre acto analítico y poesía (tomada en función de la etimología de poiesis, por supuesto), ya que ambos implican un hacer transformador, hacer con palabras, que va “contra el sentido” (retomaremos luego algunas consideraciones a este respecto).

Ambos quehaceres se acercan no solo por su sesgo activo, sino por el modo en que se ejercen, ya que al romper los ligámenes establecidos –haciendo caer las anticipaciones imaginarias– generan inquietud, desacomodo, desasosiego, cuando no asombro. Y es ciertamente en este punto que pueden relacionarse con un modo de intervención del analista, cuando al modo del poeta opera sobre el lenguaje violentándolo, tomando la unidad sonido-sentido que abre a equívocos múltiples, es decir, valiéndose de lo que equivoca.[5]

Un buen punto para discutir, que hace al nudo de la cuestión que nos ocupa en este número de Lapsus Calami, sería si dicha intervención puede conservar el nombre de “interpretación”. En el texto con el cual venimos dialogando el autor parece afirmarlo, extendiendo para ello los alcances del concepto de interpretación, complejizando los términos de la articulación inicial al enlazar en el corazón mismo de la cuestión la operación de traducción. Traducción entendida en un sentido muy particular e interesante, como un “traspaso entre-textos” que no apunta a verdad última alguna, sino a la posibilidad de hacer surgir lo polifónico en la lengua a partir del equívoco.

La prosecución de esta línea de pensamiento nos permite considerar dicha intervención analítica como aquello que atenta contra el pretendido sentido único –o último– abriendo a una multiplicidad, a lo fuera de sentido, a lo ausentido, a lo insensato que pueda ir resquebrajando la fijeza de la consistencia neurótica (creencia en el “un” sentido).

A esta altura de nuestra conversación, nos salen al cruce al menos dos preguntas. La primera, invitando al diálogo a Guy Le Gaufey: ¿una traducción que se desentienda del sentido…?

De las interrogaciones que de allí se nos plantean, vale situar algunos problemas. Hasta cierto momento, la traducción fue concebida como un intento por resolver el obstáculo denunciado por la Babel de las lenguas, creyendo que vencidas ciertas dificultades todos podíamos entendernos, saldaría la injuria. Aun aceptando la existencia de la diversidad de lenguas, se insistía en sostener que distintos sonidos nombraban las mismas cosas. El lenguaje había perdido universalidad, empero, la fe en la traducción salvaría la permanencia de lo esencial.

Pero poco a poco, la Edad Moderna fue destruyendo cierta garantía representada por el postulado según el cual “hay muchas lenguas pero el sentido es uno”. En un principio, la fe en la razón y la ciencia insistió en sostener que hay diferentes palabras que designan las mismas cosas, proponiendo como común denominador de la pluralidad de lenguas los productos de dicha razón: los significados. Así, lo designado era universal: las cosas del mundo, ya que todas las lenguas obedecían a las mismas leyes de la razón. Mas roto el pacto entre el mundo y las palabras, comienzan a caer los espejismos de la significación.

Podemos pensar en numerosos ejemplos, tomados no solo de filósofos y estudiosos de la lingüística, sino también de poetas, quienes tan a menudo se nos adelantan. Es luego de la irrupción de Mallarmé (¿forzaríamos mucho las cosas si lo llamáramos acontecimiento?) que muchos de ellos han denunciado el quiebre entre mundo y lenguaje. Si sonidos diferentes no nombran las “mismas” cosas, nos encontramos ante un quiebre radical de la soñada unidad original. Y así se vuelve “utopía”, como nos dice en su texto Irene Agoff. De este modo, las palabras se tornan, cada una, enigma: algo ajeno, extranjero, incomprensible, y a su vez un desafío, pues todo intento por acercarse y comprenderlas exige un esfuerzo.[6] Y el sentido se dispersa en una pluralidad de significaciones.

Así pensada, la traducción aparece como invención, ya no regida por el “¿qué quiere decir?”, que entiende dicha operación como metáfora (una palabra por otra), cuanto por el intento de “producir por medios diferentes, similares efectos”, como lo expresa Valéry. Nos encontramos, por tanto, frente a un acto literario, donde lo más importante deja de ser el significado, en pos de reproducir la situación verbal, el contexto poético (en el caso particular de la traducción de la poesía, que es el que nos concierne en este momento).

Ahora bien, esto podría considerarse contradictorio con la posición de Jakobson (en quien De Rivoyre también se apoya), según la cual la poesía, por definición, es intraducible. Pero no nos apresuremos, ya que de ser así, al abordar un poema podríamos olvidarnos de “traducir”, y más bien llevar a cabo una “transposición creativa”, siguiendo la línea de Burton Raffel, quien ha sostenido que la traducción de la poesía , si no es poesía “vuelta a nacer”, no es nada.[7]

El discurrir de las relaciones entre interpretación y traducción (donde podemos situar la segunda pregunta antes referida) nos conduce a interrogantes que hacen al nervio de la experiencia psicoanalítica. En primer lugar, nos sale al cruce una fuerte propuesta desprendida del texto de René Lew, que anuda la cuestión de la traducción al hueso mismo de la experiencia analítica: traducir la palabra hablada (parole) en palabras (mots) es un asunto de transferencia en la cura. Llevando aún más lejos su apuesta, nos dice que la transferencia misma tiene valor de traducción en la cura.

En segundo término, la articulación citada, nos lleva a interrogarnos por nuestra conocida (aunque no única, por cierto) concepción de lo inconsciente estructurado como un lenguaje, en tanto regido por sus mismas leyes. Es posible que no podamos dar cuenta de ello sin atender al corte epistemológico que se produce en el último tramo de la enseñanza de Lacan, que afecta tan de cerca la cuestión del lenguaje, trasladando el foco de atención del acto de habla a la escritura.

Recordemos que para proponer la condición poética de la “interpretación” justa, a Lacan le fue preciso sentar una concepción de la poesía (basándose en la escritura poética china) como vehículo de una condición del lenguaje que no privilegie la lingüística. Poesía entendida, entonces, como un hacer que ataca la semántica habitual, exigiendo un trabajo con el ritmo y la consonancia, que hace muy difícil el poder “explicarla”.

Las homofonías interlingüísticas, ese pase entre lenguas por las consonancias fonemáticas que tan genialmente pesquisara Freud, ¿equivalen a una traducción? “El equívoco en la pronunciación de las lenguas, por homofonía hace las veces de interpretación”, nos dice Clelia Conde.

La cualidad translingüística de la homofonía, como el estilo, atraviesa las lenguas (Unbewusste-l’une-bevue), de ahí que se las llegase a plantear como intraducibles. Pero este fenómeno incluso puede ocurrir en una misma lengua, instalando la ajenidad en su propio seno (l’élangue-les langues), ajenidad que no implica tan solo que el lenguaje venga siempre del Otro, haciendo decir al poeta que el hombre es un desterrado de sí mismo. De ahí que el forzaje a partir de los sonidos, haga sonar otra cosa que el sentido… las lenguas se “elongan” para traducirse unas en otras.[8]

Estas ideas nos llevarían a pensar acerca de la imposibilidad de traducción alguna que no ejerza violencia sobre un lenguaje siempre extranjero. Aunque, ciertamente, se trataría de otro tipo de traducción a la que estamos acostumbrados a referirnos,[9] o directamente, como lo propone Roberto Harari, una intraducción.[10]

Coincidimos, por supuesto, con que el analista no ha de ser poeta, en tanto no tiene nada bello para decir ni apunta a la procura de lo bello, extenuada frase que ya casi no oímos. En cambio, puede ser un poema, como cita De Rivoyre, si “[…] acoge al grito, al jirón de vocablo, a la palabra gangrenada, al murmullo, al ruido y al sinsentido”. Como un poema que provoca al lector, lo obliga a oír-a oirse-oirse: o irse.[11] Eso sí, solo a condición de transitar la experiencia de su propio análisis.

 

 

 

 

[1] Jacques Lacan: “El acto psicoanalítico”, en Otros escritos, Ed. Paidós, Buenos Aires, 2012.

[2] Jacques Lacan: El Seminario, Libro XVIII: De un discurso que no fuera del semblante, Ed. Paidós, Buenos Aires, 2009, págs. 11-13.

[3] Alain Badiou: El ser y el acontecimiento, Ed. Manantial, Buenos Aires, 1999.

[4] Étienne Balibar: Nombres y lugares de la verdad, Ed. Nueva Visión, Buenos Aires, 1995, pág. 74.

[5] Aclaremos que nos referimos a la poesía no en el sentido del goce estético, sino a aquello que Lacan comienza a formular a partir de la escritura poética china algunos años más tarde, y por tanto no está ínsito en el seminario del año ’68.

[6] Paul Auster: Poesía completa, Seix Barral, Barcelona, 2012.

[7] Raffel Burton: The art of translating prose, University Park PA: Penn State University Press, 1994.

 

[8] Jaques Lacan: El Seminario, Libro XXIV: L’insu que sait de l’une-bévue s’aile à mourre, clase del 19 de abril de 1977, inédito.

[9] Al respecto, puede consultarse el libro Decir casi lo mismo de Umberto Eco, que por motivos de extensión no citamos aquí.

[10] Roberto Harari: Intraducción del psicoanálisis . Acerca de L’insu …, de Lacan” Editorial Síntesis. Madrid

[11] Octavio Paz: “El arco y la lira”, en Obras Completas I, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 1999.