La economía del goce sí que es algo que no tenemos, así como así, al alcance de la mano. A partir del discurso analítico se vislumbra que acaso tengamos alguna probabilidad de encontrar algo al respecto, de cuando en cuando, por vías esencialmente contingentes.

Jacques Lacan

Entoncesformulélas bases de una teoría más complicada y más dudosa; los blancos querían estar morenos y aprender a bailar como los negros; los negros querían aclararse la piel y desrizarse el pelo. Toda la humanidad tendía instintivamente al mestizaje, a la indiferenciación generalizada; y lo hacía, en primer lugar, a través de ese medio elemental que era la sexualidad. El único que había llevado el proceso a su término era Michael Jackson: ya no era ni negro ni blanco, ni joven ni viejo; en un sentido, ni siquiera era ya ni hombre ni mujer.

Michel Houellebecq

 

En su novela Plataforma, Michel Houellebecq explora el tema del “turismo sexual” en países “exóticos”, es decir, un turismo por un otro distinto, por un prójimo extraño, fuente de placer o también de angustia. Es que nos atrae la diferencia, pero claro que también nos angustia, y por eso mismo, el atractivo de la diferencia nos lleva muchas veces, paradojalmente, a indiferenciarnos. Y así ahogamos lo perturbador del prójimo en la invisibilidad del semejante.

En esta novela de Houellebecq sucede que, en un estudio de mercado encargado por una cadena hotelera, un “sociólogo del comportamiento” cita un artículo periodístico en una reunión de directorio de una empresa turística: “En el año 2000, nos interrogamos sobre un turismo respetuoso con el prójimo. A los que disponemos de recursos nos gustaría viajar, no solo por un placer egoísta, sino para atestiguar cierta forma de solidaridad”.

Evidentemente, si puede haber un “turismo respetuoso” y solidario, el turismo no lo es. “Ética, realización individual, solidaridad, pasión, según él (el «sociólogo del com- portamiento»), esas eran las palabras clave. En este nuevo contexto, no era de extra- ñar que el (viejo) sistema de club de vacaciones, basado en un egoísmo encerrado en sí mismo y en la uniformización de las necesidades y los deseos, tuviera dificultades recu-

rrentes. La época de los bronceados se había acabado…”.

El racismo se asienta muchas veces en las diferencias visibles con el semejante, pero su verdadero sostén es la extrañeza radical, y radicalmente rechazada, frente al próji- mo, al que el mandamiento ordena amar porque todo lleva a odiarlo.

“En la época en que los blancos se consideraban superiores, el racismo no era peligroso. Para los colonos, los misioneros y los profesores laicos del siglo diecinueve, el negro era un animal no demasiado malo, con costumbres entretenidas, una especie de mono un poco más evolucionado. En el peor de los casos lo consideraban una provechosa bestia de carga, capaz de llevar a cabo tareas complejas; en el mejor, un alma za- fia, poco pulida, pero capaz de elevarse hasta Dios, o hasta la razón occidental, mediante la educación. De todos modos veían en él a un «hermano inferior», y no sentimos odio por un inferior, todo lo más una bondad despreciativa. Ese racismo benévolo, casi humanista, ha desaparecido por completo. Desde el momento en que los blan- cos empezaron a considerar a los negros sus iguales, estaba claro que tarde o temprano los considerarían superiores. La noción de igualdad no tiene el menor fundamento en el ser humano. Y cuando los blancos se creen inferiores, todo está dispuesto para la aparición de un nuevo racismo, basado en el masoquismo: históricamente, son es- tas condiciones las que han llevado a la violencia, a la guerra interracial y a la masacre. Por ejemplo, todos los antisemitas están de acuerdo en conceder a los judíos cierto tipo de superioridad: al leer los escritos antisemitas de la época, lo que más llama la atención es el hecho de que se considera al judío más inteligente, más astuto, con cualidades especiales para las finanzas y, encima, para la solidaridad comunitaria. Resultado: seis millones de muertos”.

Como dice Lacan en la Proposición…, como consecuencia de la universalización del sujeto de la ciencia se produce “el ascenso de un mundo organizado sobre todas las formas de segregación”. Entonces, superiores o inferiores, nunca iguales.

La segregación que nos constituye, ¿es fuente o consecuencia de la angustia? La angustia es una pregunta sin respuesta que segrega la invención continua de miles de res- puestas. Esa pregunta, que es por el deseo, se sostiene frente al otro que está en el “otro” y que también está en el “yo”, y la falta radical de respuesta es consecuencia de la in- compatibilidad del deseo con la palabra. Esa pregunta por el deseo del Otro, por el de- seo en el lugar de la palabra, es la que escribe el grafo del deseo.

En el lugar del Otro encontramos dos cosas incompatibles que pasamos la vida in- tentando compatibilizar: el deseo y la palabra.

¿Qué relación guarda lo siniestro con el ataque de pánico? En el ataque de pánico, lo real de un agujero y el vértigo de la inexistencia, la Hilflosigkeit, el desamparo, parecen invadir y avasallar al sujeto. Mientras que en el ataque de ira se trata más bien de lo contrario, de un deseo de venganza donde el sujeto parece querer avasallar por la fuerza a lo real e imponérsele sin miramientos.

En el ataque de pánico parece faltar el objeto fóbico que, en todo caso, es el propio cuerpo, frente al cual, el médico, al que siempre se acude, vendría a ser el objeto con- trafóbico.

Podríamos decir que un ataque de angustia “se sabe” tal y se sostiene en la incertidumbre de sus causas, mientras que un ataque de pánico le arranca a la angustia la certeza –delirante– de una muerte inminente, se franquea un límite y el sujeto “se cree”, casi alucinatoriamente, al borde de una muerte inmediata que se avecina inexorable- mente. Lo cual, por supuesto, tiene mucho de cierto, pero en general, todavía tiene que esperar. La presencia del objeto borra el tiempo que habrá que esperar.

En una película de Woody Allen, Whatever works, el personaje se despierta de madrugada con un ataque de pánico, y se levanta al grito de:

¡Me voy a morir! ¡Me muero!

¿Llamo a una ambulancia? –pregunta la mujer, asustada.

¡No! ¡No ahora, no esta noche! ¡Eventualmente!

¡Pero todo el mundo se muere!

¡Es inaceptable!

La angustia es la sensación del deseo del Otro, la traducción subjetiva de la presencia del objeto. Significa que no hay angustia sin deseo, que la angustia es una relación con el deseo, a veces la única que se logra tener, por eso preservamos tanto la dimensión de la angustia, porque aunque sea pendiendo de un hilo, mantiene nuestra relación con el deseo.

Esa relación con el deseo que preserva la angustia es “la seguridad de la angustia”, título bajo el cual trabajamos hace unos años en un seminario de la FCL. Lo que falta en el ataque de pánico es ese costado de seguridad que ofrece la angustia. La seguridad de la angustia es la incertidumbre de su causa.

Lacan ubica la angustia entre el goce y el deseo. La angustia tiene entonces una cara que da al goce y una cara que da al deseo, hay angustia si no hay deseo y hay angustia si hay deseo, pero ¿es lo mismo?

El ataque de pánico parece tener que ver más con la “reacción catastrófica”, que no es la angustia ni tampoco la crisis histérica, y la reacción catastrófica en sí misma pa- rece más bien ubicarse –en el cuadro que presenta Lacan– en el lugar de la emoción (o conmoción, como prefería traducir Ricardo Rodríguez Ponte el término francés émotion, con lo cual coincido porque la conmoción es una emoción sobresaltada y se refiere etimológicamente al movimiento).

La angustia no es la reacción catastrófica, no es conmoción, la angustia es un afecto y como tal no se reprime, en todo caso se desplaza, se elabora, se metaboliza, porque lo reprimido son los significantes que la mantienen más o menos amarrada. Podemos decir que es el afecto, mientras que lo que llamamos el conjunto de “los afectos” vendrían a ser metabolizaciones significantes, discursivas, de ese afecto, de esa afección primaria –efecto de la palabra– que es la angustia.

La angustia es producto de la incompatibilidad del deseo con la palabra, y esa in- compatibilidad se escribe: objeto a.

Lacan dice que es un afecto y en el cuadro en el que escalona los términos del trabajo de Freud: inhibición, síntoma y angustia, la rodea con términos que no designan propiamente ni afectos ni pasiones, sino estados intermedios que el sujeto sufre en relación con el deseo, como objeto de un deseo del que procura hacerse sujeto.

La referencia a la reacción catastrófica es la cólera o la ira, pero el ataque de ira se produce cuando lo que ciertamente debería funcionar de un modo determinado, no funciona, y especialmente cuando es por poquito que no funciona, cuando el error o la falla se hacen notar mucho más por ser mínimos, pero irreparables, sin vuelta atrás: casi funciona.

La angustia se enlaza con lo extraño y lo siniestro. Y si hay algo propiamente siniestro, propio del inconsciente, es su no sometimiento al principio de contradicción, lo cual nos hace equivocar entre las cosas y el sentido de las cosas. ¿Por qué esto sería siniestro? Que no reine el principio de contradicción permite la coincidencia espacio- temporal de términos contradictorios, como por ejemplo, familiar y extraño, que sien- do términos que deberían permanecer en planos opuestos, sin embargo, la topología del sujeto los ubica en la continuidad de una banda de möebius.

La angustia se produce frente a lo real de la dispersión del sentido, y si toda angustia es angustia de castración, es porque la castración es la barradura del signo. Es por eso mismo que el neurótico quiere hacer signo de su castración, y esa es su proeza, porque hacer signo de la castración es hacer signo justamente de lo que barra al signo.

El término alemán un-heimlich, que designa lo siniestro, es la negación de lo familiar, es lo no familiar, lo a-familiar, lo que, en términos de Freud, nos fue familiar y por la represión se nos volvió ajeno y extraño. La represión y la negación como función im- ponen el principio de contradicción –una cosa no es la otra–, un distingo simbólico que nos libera de los nombres indistintos. La distinción simbólica hace a la memoria, mientras que la indistinción de lo real hace al olvido.

Lo siniestro se produce cuando eso que no debería verse se ve, se hace ver. ¿No es lo que ocurre con l’une-bévue, la una-equivocación, la metida de pata con la que Lacan traduce el Unbewusste freudiano? La metida de pata no es una equivocación cualquiera, es la que justamente no había que cometer. ¿Y qué es lo angustiante que hace vislumbrar? Que la equivocación no es un “error”, que no es contingente, que es de estructura, que falla y equivoca. Esa falla puede ser divertida –cuando nos libera de las cadenas del sentido–, o siniestra y angustiante cuando nos hace chocar, traumáticamente, con la fuga del sentido, y nos hace recordar que no somos dueños de lo que decimos, aun- que debamos responder por eso.

El lugar de la angustia es el mismo que el del fantasma en el grafo del deseo. Si el fantasma funciona y sostiene el sentido del deseo, vela la angustia, y si falla, aparece la angustia. En el fantasma se trata de la relación con el otro con el cual pretendo descubrir cuál es mi deseo, cuál es el objeto de mi deseo. El ejemplo clásico de dos niños entrando a una habitación llena de juguetes es bastante gráfico: basta que uno elija un juguete para que el otro quiera ese mismo juguete. Ello muestra que el objeto del deseo es el supuesto objeto del deseo del otro, uno se sirve del otro para “encontrar” el objeto de su deseo.

Entonces, este objeto tiene la singularidad de tener esta relación de estructura con el otro especular y con lo que de este se oculta en el espejo. Para ubicar este raro objeto no especultar, Lacan, siguiendo a Lévi-Strauss, distingue tres tiempos lógicos de la razón. Un primer tiempo que viene de constatar que “Hay el mundo”, el cual concierne a la razón analítica, es el tiempo de la objetividad, de las teorías del conocimiento que oponen sujeto y objeto. Un segundo tiempo, que es el de la razón dialéctica, en el que se trata de montar ese mundo en la escena simbólica, bajo las leyes del significante y de la puesta en escena. El mundo sube a la escena y a lo largo de la historia deja residuos que hacen a la cultura como acumulación de restos que se significan unos a otros. La historia es el imperio de la razón dialéctica, es la progresiva civilización del goce, y la cultura es la compensación necesaria de la infelicidad que conlleva.

Y Lacan, en nombre del psicoanálisis, introduce un tercer tiempo, que aparece en Hamlet, para destacar la función de la escena sobre la escena, que no es otra cosa que la función del otro en el fantasma, donde se trata de la razón psicoanalítica. En esta escena sobre la escena, articulada en la transferencia, se trata del objeto que nos interesa a nosotros, los analistas, el objeto a.

El fantasma es el sostén del deseo, del mismo modo que la imagen especular es el sostén del yo (moi). Ahora bien, ¿por qué el deseo necesitaría sostén si no fuera por- que por sí mismo no se sostiene? ¿Por qué necesita el sostén de la escena sobre la escena? El fantasma es la escena sobre la escena, la que, a la manera de Hamlet, montamos en cualquier escena en la que nos encontremos, resignificándola a partir del fantasma, a fin de orientarnos para poder ubicar y sostener el deseo en la escena.

Entonces, la escena sobre la escena concierne al estatuto del objeto como objeto causa del deseo, como su soporte. No hay objeto del deseo sin el otro, sin la imagen especular, i(a), con la que me identifico en la rivalidad. Y hay algo más, que es fundamental, y es que no hay objeto del deseo sin la identificación con el objeto caído del deseo del Otro. Es decir, sin el duelo por haberlo sido. No hay objeto del deseo sin la identificación con el objeto, con el a, y el duelo por el falo que implica esa identificación.

En relación con el estadio del espejo, se inviste la imagen especular hasta cierto lí- mite que me permita todavía decir del otro: “Es igual a mí”, sin que por supuesto lo sea del todo, porque el hecho de que yo pueda decirlo significa que todavía soy otro, que todavía hay un resto, una diferencia que falsea esa pretendida igualdad, y esa diferencia me permite hablar. Uno cobra conciencia de sí mismo en su relación con el prójimo, por eso la relación con el prójimo es necesaria, pero también por eso es insoportable.

Dice un personaje de Houllebecq: “La noción de igualdad no tiene el menor fundamento en el ser humano”. Y al mismo tiempo, dice más adelante: “Es falso que los seres humanos sean únicos, que lleven dentro de sí una singularidad irremplazable; en lo que me concierne, no percibo la menor huella de tal singularidad. Lo más normal es que uno se agote en vano intentando distinguir destinos individuales, caracteres. La idea de la unicidad de la persona solo es un pomposo absurdo. Schopenhauer escribió en alguna parte que uno se acuerda de su propia vida un poco más que de una novela que haya leído. Sí, eso es: solamente un poco más”.

No somos iguales, la única igualdad es que somos diferentes, pero no únicos. El (- φ) es el heim del un-heim, el lugar del resto a-familiar, la casa del hombre está en ese punto de falta del Otro y representa la ausencia, la soledad en la que nos encontramos.

La operación del analista es un “truco eficaz” para restituir la dimensión esencial del deseo que hace a la existencia del sujeto.

Para Freud, el tope, la roca viva con la que choca el análisis del neurótico es la angustia de castración, pero para Lacan el análisis empieza ahí, donde, de alguna manera, para Freud termina. ¿Por qué? Porque en ese tope del análisis para el neurótico se trata de la castración imaginaria, y no es ningún tope, o si lo es, lo es porque el neurótico hace de su castración lo que le falta al Otro, hace de su castración la garantía de la función del Otro: el Otro funciona porque yo no. La castración es una dialéctica de la falta. En Pulsiones y destinos de pulsión Freud se ve precisado de hablar del amor y el odio como pulsiones, al mismo tiempo que afirma sin duda que no lo son. Lo hace por una necesidad de discurso, porque el amor y el odio implican al otro que pone en juego la demanda pulsional, el otro como prójimo y como semejante. El complejo de Edipo le da cuerpo, carne, tripa causal al complejo de castración; articula el cuerpo fragmenta- do de la pulsión con el cuerpo unificado de la identificación –producto del estadio del espejo y del complejo de Edipo. Sin esa articulación, el complejo de castración no pue-

de realizarse como subjetivación.

El neurótico hace de su castración el signo del goce del Otro, consagra su castración como signo a la garantía del Otro, de su existencia, y si ahí se detuviera el análisis, se detendría donde justamente debería empezar. Ahora, esos momentos de detención necesariamente existen, ¿por qué? Porque al fin de cuentas, como está en Freud y como explicita Lacan: la castración no es otra cosa que el momento de la interpretación de la castración.

¿En qué lugar se sostiene el analista? En un lugar donde puede sostener la función de la espera, la Erwartung, a partir de lo cual podrá hacer pasar al analizante de la Hilflosigkeit a una Erwartung, pasar del desamparo radical a la espera expectante de un de- seo. Pero esa espera no está sostenida desde un ideal, no es una espera destinada a satisfacer al ideal: el analista debe ausentarse de todo ideal de analista.

“No hay objeto que valga más que otro” –es el duelo alrededor del cual se centra y se sostiene el deseo del analista.