De tatuajes y piercings: ¿epidemias sociales?[1]
[1] Texto recortado y extraído de un capítulo de un libro de próxima aparición cuya temática ronda la cuestión del cuerpo en psicoanálisis. Transcripción y edición del mismo por Ilda Rodríguez.
Conforme con la temática del IV Congreso Internacional de Convergencia, La experiencia del psicoanálisis. Lo sexual: inhibición, cuerpo, síntoma, cabe retomar una cuestión que no deja de retornar de continuo en mis desarrollos respecto del síntoma. Esta vez, desplegada por el sesgo que hace jugar la categoría de “lo social”.
He aquí un breve texto extraído de la transcripción de una clase del Seminario dictado en Mayéutica-Institución Psicoanalítica, en 2005, con el título ¿Qué dice del cuerpo nuestro psicoanálisis? y que en estos días estoy re-escribiendo, dándole forma de libro.[1]
Pues bien, me sucedió en aquellos días –qué duda cabe que se localizan coincidencias notorias– que, ante mi sorpresa, me topé con una palabra que no resulta desatinado traer a colación precisamente porque rondaba mis preocupaciones en la preparación de dicho Seminario: se trata de aquello que permanece “atado” –claro, de modo metafórico– en el sujeto como intentando contrarrestar la eventual fugacidad del cambio. Así, una casual homonimia determinó el surgimiento de una palabra muy significativa que es esta: ATARA A dónde vamos con ella? Es una sigla que quiere decir Asociación de Tatuadores y Afines de la República Argentina y tal resulta el habitual proceder de los hablantes, hallar algo donde nadie dice que lo hubiera habido. Por supuesto que ante tal ocurrencia, la escucha autocrítica inicial podría interrogarse: ¿por qué atribuir sentido a esto?
A su respecto, cabe permitirse esta pequeña licencia, ya que resulta interesante el encuentro procurado, porque la Asociación de Tatuadores y Afines… agrupa también a aquellos que realizan los piercings. Claro está que es traído a colación porque –a nuestro entender– estamos en presencia de lo que Lacan denominó en el Seminario XXII: RSI –también hacia los finales de su enseñanza–, más exactamente en la clase del 18 de febrero de 1975, síntoma social. De ahí una parte de nuestro enigmático título.
La misma conforma una de las pocas veces en que Lacan alude a esta figura tan especial en relación con el síntoma. Por cierto que lo predicho no comporta de ningún modo que el analista trate de hacer una suerte de “política del síntoma” ni mucho menos, sino que delata, en todo caso, la existencia de un síntoma social frente al cual no habría que perder de vista qué podemos llegar a decir los psicoanalistas.
En esa dirección, hay una conferencia del maestro francés bastante solicitada, La tercera,[2] en la que afirma que hay “un único síntoma social” y éste es que “todos somos proletarios” –lo cual Marx vino a demostrar– y, por otro lado, no puede ser nunca de otra manera.
A nuestro entender es dable captar allí presente la profunda ironía y la crítica feroz a Marx ya que –presuntamente– no es lo que el pensador alemán quiso decir, ni mucho menos, puesto que –como es obvio– consideraba que había burgueses y proletarios, siendo estos últimos los prometidos a descabezar a los primeros para –de algún modo– establecer la dictadura de ese proletariado. Sin embargo, conviene reiterar que no es eso e incluso no puede ser de otra manera porque la condición del proletariado universalizado es aquello que –entre otras– ha sido producto del discurso de la ciencia.
Ahora bien, esto merece un párrafo aparte puesto que es claro a su respecto –también en relación con ciertos equívocos que surgieron en el 2° Congreso Argentino de Convergencia–[3] que afirmar lo previo no implica una posición anticientífica ni proponerse en contra de la ciencia ni rasgarse las vestiduras por sus progresos o los de la tecnociencia; en cambio cabe aseverar que hay efectos deletéreos, lo cual no implica afirmar, meramente, que la ciencia avanza y que por eso estamos todos en el jolgorio universal. En su defecto, vale decir que eso trae consecuencias indeseadas y, universalizando la ley de la castración, se sabe que lo que se gana por un lado se pierde por el otro: esto es decir que se gana –de lo que no hay dudas– por lo que nos hallamos encandilados por los progresos de la ciencia y enhorabuena por los mismos; empero, ¿qué se pierde? Lacan lo dice con toda las letras: en el hecho que se han indefinido las fronteras, los grados, las jerarquías, y los lugares, en función de que la ciencia ha universalizado los sujetos.
Por lo mencionado, tan notorio como en lo apuntado se advierte –se lo ve– que la proletarización coincide con el hecho de haber abolido la esclavitud y por ende nadie tiene garantizado de por vida el lugar que va a ocupar en la sociedad. En ese sentido, todos partimos siendo iguales ante la ley, empero he aquí su dictum: “Arréglate como puedas para ubicarte en la vida ya que no tienes nada garantizado. No serás un noble o un esclavo de quien se ocupará algún noble –eventualmente– y ni figuras como parte de la corte; en suma, no tienes nada que te garantice un destino asegurado de por vida”. Hete aquí la proletarización que es el síntoma social.
Digámoslo una vez más: lo que se gana por un lado se pierde por el otro, sólo que en general como no se sabe lo que se ha perdido siempre se cree que se ha ganado y esa es la ilusión que intentamos –por lo menos en lo posible– denunciar.
Importa puntuar, entonces, para que quede en claro –tratando de ser psicoanalistas–, que con el avance se pierde pretender lo contrario sería un maniqueísmo ingenuo. Por ende, si se da esta proletarización generalizada –valga nuestra insistencia– cabe entenderse con ello que no es la pérdida de la riqueza ni de la ubicación social, sino el hecho de que cada uno se las arregla con su vida como puede; esto es, en ese sentido, que cada quien es responsable de su saber hacer. Dicho lo cual –ahora cabe formularlo con Lacan– es muy probable que cada quien intente “metamorfosearse” como para poseer algo garantido de por vida, o sea, inscribirse –inclusive en su cuerpo– algo tal que le permita sostener una presunta diferenciación respecto del resto.
De tal forma, no es válido tomar –únicamente– la remanida locución “sentimiento de pertenencia” de manera imaginaria, psicológica o afectiva, puesto que no comporta pertenecer a cierto grupo o saberse freak –o algo por el estilo– o marginal o especial y así siguiendo; antes bien, no cabe descartar en lo más mínimo y, más aún, conviene insistir como lo hacemos en el carácter de real en juego. Referido a ello avancemos con la puntuación siguiente a los fines de desplegarla.
De tatuajes y piercing: ¿práctica sexual contagiosa?
Volvamos con diferencia a los interrogantes previos recorriendo distintos contextos en los que otros psicoanalistas piensan de forma diversa respecto del porqué de esta proliferación del tatuaje y del piercing en virtud del discernimiento en su designación como síntoma social. En ese orden hemos intentado hacer pie en datos tomados del diario La Nación del 14 de agosto de 2005[4] a los fines de iniciar una reflexión acerca de la pertinencia de señalar en tanto síntoma social aquello marcado por la repentina emergencia de lo que –con Lacan– llamamos un síntoma como tal, esto es, algo que “no funciona”, que pone palos en la rueda y que, en principio, parece no ser sin consecuencias y a la vez procuraremos su cotejo con ciertos comentarios de algunos analistas autotitulados –también– lacanianos.
Hay aquí un punto llamativo a resaltar, que tanto el comentario del diario La Nación como el número de la revista Neo aparecieron en agosto de 2005 y es en virtud de ello que indicamos la emergencia de un síntoma social en sintonía con nuestra propuesta desplegada en el dictado de un seminario[5] tanto como en el hecho de estas ocurrencias y aconteceres.
En ese sentido cabe sopesar la modalidad adoptada por una persona llamada psicoanalista, dedicada a la literatura, quien discurre a ese respecto lo que a continuación se cita de la mencionada revista: “Los tatuajes y piercings son elementos de identificación, como la vestimenta o la jerga. En las grandes ciudades, la gente inventa cosas que le permiten reconocerse –admite. No tienen nada de violento. Violento es cuando le agujerean las orejas a las bebés, porque ahí ellas no eligen”.[6] Dicho lo cual se afirma, por ende, que lo real del cuerpo no estaría en juego. Se ve que resultan ubicados en la misma categoría la jerga que una vestimenta que se puede sacar y poner y –a la par– vertido por el opinólogo de turno como –supuestamente– desprendible de la enseñanza de Lacan. Claro está que el opinólogo juega su papel invariable de parecer divertirse a expensas de lo que sucede y de restarle la importancia que –a nuestro entender– comportan estas cuestiones en función de tomarlas –primero– como elemento de identificación o modo de reconocerse mutuamente, requisito que –cabe advertir– no permite la salida del estricto nivel imaginario y de la psicología social, en referencia a la manera de marras de portar estos trazos –presuntamente– identificatorios.
De este modo se habilita de soslayo que se trata de una técnica y –valga reiterar– que, por otro lado, es viable advertir que al “echar mano” ligeramente del término identificación satura tal condición al dar en hablar de “elementos de identificación”, en el sentido de portar trazos manifiestos con los que se alude a la identificación imaginaria. Ello desvirtúa el ABC de lo que se entiende por identificación para el psicoanálisis, pretendiendo soslayar cuando no ignorar tal noción, al mentar a ésta como quien lleva un uniforme, un determinado blasón manifiesto, al modo: “¡Ah, veo por el uniforme, de quien se trata!” Conviene insistir una vez más, respecto del caso que nos ocupa, que no se trata sólo de hacer divulgación, sino de una desvirtuación directa en la que vale tomar en cuenta los efectos deletéreos que surgen de declarar, respecto de las bebés –y no porque es una violencia filicida, aunque no menciona filicidio: “pobrecitas, no eligen”.
He aquí el punto, claro está, cuando aparece algo de este orden –como lo señala Lacan otras veces– como epidemia social donde cabe decir identificación; empero, digamos identificación en el sentido freudiano, la del tercer tipo a la que llama por contagio. ¿De tal conclusión se desprende que ahí se trata de elección o es lo que alguien dice que elige? En ese sentido cualquiera puede argüir que está eligiendo –si esa es la trampa del yo–, por lo cual no cabe preguntar a alguien si efectivamente elige o no ya que de lo contrario convenimos con una episteme ajena al psicoanálisis. En efecto, son las trampas usuales de las estadísticas que al captar el contenido manifiesto nos conducen al punto a tomar en consideración.
Desde esta perspectiva –a nuestro entender– se torna imprescindible tener en cuenta tanto el síntoma social como el imaginario social, y no para hacer una sociología barata ni para abrevar en una frase de esas que a uno le hacen chirriar los oídos –como también fue dicho de modo temerario en el antedicho Congreso–, por ejemplo, “un psicoanalista es producto de la sociedad donde vive”. Si fuera así –relativismo cultural a ultranza– de nuevo no habría nada en común entre los psicoanalistas de las diversas sociedades –menos una comunidad de experiencia– sino que cada uno aparecería como absolutamente alienado en la sociedad a la que pertenece y por ende, en tal estado jamás podría reconocer un síntoma social puesto que se hallaría “como pez en el agua”. De modo tal que eso que puede parecer halagador –el reconocimiento al relativismo cultural– resulta, sin embargo, otra concesión hacia la sociología y más bien al intento de investigar –como consideraban los sociólogos antiguamente– el carácter social o la personalidad básica, antiguas nociones de esa psicología social de cuño estadounidense. Si no es tal, y sin embargo, si vale la noción de imaginario social, es porque entre otras cosas importa captar qué resta del lazo social –evidentemente dañado en las diversas sociedades de una forma o de otra– y de qué manera el cuerpo participa de esa condición.
Ahora bien, se trata de un sujeto que queda reducido a él, lo cual no es nuevo y –a nuestro entender– es casi una manera habitual de tomar en consideración el auge del llamado individualismo, la caída de toda utopía social y de lo que antiguamente se llamaba colectivo. Si se quiere glosar algo a lo que no soy muy afecto pero cuya letra –la digo con ironía– es: “todos unidos triunfaremos”, aquí se encuentra lo contrario de esa utopía.
Así, en los términos de una diseñadora gráfica consultada por la revista de referencia, se asegura que el individuo es invitado a descubrir el cuerpo y las sensaciones como un universo en permanente expansión, como una forma disponible para la trascendencia personal y, he aquí el punto que nos interesa resaltar: ante tal atomización el cuerpo parece ser un campo de ensayos donde se buscan sensaciones diversas.
Cabe recordar el auge de las prácticas sadomasoquistas, dadas cada vez más como una orientación sexual –entre otras, si se quiere–, no instigadas pero si toleradas y para nada criticadas. Claro está que con mucha mayor suavidad se podría ver esta práctica sexual contagiosa del tatuaje y del piercing que sin llegar, por supuesto –no quiero caer en la ingenuidad de decir que son lo mismo–, a las prácticas sexuales sadomasoquistas, algo sucede como para que el ámbito donde se pueda efectivizar la metamorfosis sea el cuerpo.
Nos interesa resaltar que el modo en que se argumenta en dichos artículos –diríamos racionalizando – echa mano a ciertas palabras y expresiones que siempre resultan seductoras: “Libertad, responsabilidad, investigación del cuerpo”, esto es, hay algún goce más que se puede alcanzar y sin duda de este modo se procura –otra vez– obturar cualquier emergencia de angustia en función de la búsqueda del goce del Otro.
Referido a ello asistimos –en la revista nombrada– a la manera en que puede aparecer –casualmente– para la aludida diseñadora gráfica que, sin embargo, grafica en su propio cuerpo lo que seguramente ella hace como tarea, como trabajo, y no es –solamente– hacer diseños gráficos, sino tomarse a sí misma como objeto, lo cual brinda apoyatura a uno de los puntos más relevantes a desplegar en nuestro derrotero.
Esto tiene antecedentes ilustres, uno de ellos se llama Wilhem Reich con la famosa coraza caracterológica y su extraña orgonterapia tendiente a disolverla mediante diversos ejercicios o directamente masajes bajo la suposición que lo Real de ese cuerpo –diríamos endurecido o tensionado– admitía ser modificado de la misma forma –o sea un cuerpo sobre otro y, por supuesto, la erotización implicada en ello– pudiendo, eventualmente, haber llegado a “disolver” esa presunta coraza. Claro está que ello ocurriría pero por otra cuestión que la supuesta; resultaba, de todas maneras, una liquidación de lo simbólico de la palabra.
Esa presunción acerca de la tal terapéutica corporal no es de tan antigua data ni se relaciona con terapéuticas alternativas, puesto que nos hemos anoticiado de ciertos colegas de la IPA local que indican gimnasia a neuróticos obsesivos en la misma tesitura de lo que venimos comentando hasta aquí.
¿Qué decir del “mago ilustrado”? Ni mascarada, ni moda: paradójica perdurabilidad
En la misma revista que estamos leyendo nos topamos igualmente con una entrevista en la cual se capta que hay allí una exacerbación de aquello que in nuce está presente en cualquiera y que el personaje entrevistado lo ha asumido con el objetivo deliberado de llegar a incluirse como parte del libro Guiness de los récords. Esto es, hay algo de ser excepcional en juego, pero al modo de lograr que los otros no solamente lo miren, sino que hablen de él.
Tanto es así que en este caso es dable observar –podría decirse, larvadamente– un micro delirio megalómano paranoico, razón por la cual en un momento –como al acaso– manifiesta que esta epidemia social –presente, por lo menos, en nuestra ciudad– depende de él porque él ha sido el jefe –en el sentido freudiano del jefe y la masa– de la masa que lo sigue en el intento de aprehender identificatoriamente el trazo unario del cual sería el portador.
Traemos a colación un mínimo recorte de la entrevista donde la autora le pregunta al autodenominado “mago ilustrado”, al que le falta un tatuaje para estar en el libro Guiness…:[7]
—“¿Cuánto dinero llevás invertido?”.
—“Ni idea, perdí la cuenta. Calculá, un tatuaje mínimo, chiquito, de cuatro por cuatro, vale entre treinta, treinta y cinco o cuarenta pesos. A esta altura me lo hacen gratis, pero llevo una fortuna. Todo lo que ganaba en los shows lo invertía en tatuajes. Es la mejor plata que pude gastar, porque la pareja, la ropa […] –cabe subrayar lo que sigue–envejece o te separás, pero un tatuaje te queda de por vida”.[8]
Aquí encontramos el Real al que hacíamos referencia en nuestra lectura crítica de los dichos del susodicho “opinólogo” cuando el entrevistado denuncia que ni es cuestión de mascarada –como afirma aquel “consultor lacaniano”– ni tampoco cuestión de una moda transitoria, porque lo que está buscando es la perdurabilidad –paradójica perdurabilidad– ya que nunca alcanza y, además, porque su empuje al goce siempre promete un poco más: ahí dice su presente lo que llama felicidad.
Por cierto, estamos contestes con que hay una perspectiva psicoanalítica a la que uno trata de tomar con la seriedad correspondiente y por ende, ni degradar ni forcluir las consecuencias en el sujeto de tales prácticas. En ese orden, cabe decir que el análisis nos conduce a que no se trata de una inducción en el imaginario social del masoquismo –dicho así, directamente– que implica al cuerpalma a través de esa incitación del imaginario social a suponer que se puede salir de la condición proletaria –en el sentido lacaniano– a través de este tipo de prácticas a las que calificaremos, en todo caso, de masoquísticas. Además, desde esa perspectiva se podría distinguir –efectivamente– el sadismo, que no implica generar dolor sino angustia en el otro. Saber diferenciar una cuestión de la otra es dable contarla entre las sagacidades de Lacan, que nos enseña que el sadismo no comporta la mera provocación del dolor.
A través del goce del Otro –de este goce incrementado– y encontrándose insensibilizado frente al dolor creciente, y cada vez mayor, en aras sea de la búsqueda de belleza, sea llegar al libro Guinness de los récords… – tener esa condición de la excepción. Se lo ve: en un caso o en el otro lo que resulta omitido es la angustia. Estamos hablando aquí de ese lugar en que la angustia aparece como fenómeno de borde entre el goce y el deseo –como Lacan lo plantea en el Seminario X: La angustia.
Pues bien, conocemos sobradamente que el síntoma social tiene la peculiaridad, por el trazo identificatorio en juego, del contagio. Justamente cuando Freud lo introduce a través del famoso caso del pensionado –de la chica que se desmaya y las otras internas, entre las que no prima un lazo amoroso y sufren sin embargo un desmayo parecido– ahí la correlación síntoma-identificación es máxima. Entonces cabría pensar –precisamente– la cuestión del contagio ya que el “mago ilustrado” manifiesta que es el trazo identificatorio a él como jefe, como padre de la horda de los tatuados, presuntamente, lo definitorio.[9]
[1] Agradecemos a Diana Voronovsky haber cedido generosamente el presente texto de Roberto Harari para su publicación en Lapsus Calami
[2] J.Lacan, “La Troisième”, VII Congrès de l’École Freudienne de Paris, Rome, 1/11/74”, en Petits écrits et conférences, s/r, p. 549
[3] Se hace referencia al 2° Congreso Argentino de Convergencia, Movimiento Lacaniano por el Psicoanálisis Freudiano realizado en Buenos Aires los días 12, 13 y 14 de agosto de 2005.
[4] Vayamos a La Nación cuyo título grande reza: “En la Capital. Por día más de 1500 jóvenes se hacen piercing. Sólo el 18 % conoce los serios riesgos y los efectos adversos”.
La bajada en tapa expone –luego de recordar estos dos datos– que según la ATARA “[…] la mayoría de los clientes son adolescentes entre 14 y 18 años a los que en pocos casos se les pide autorización de sus padres. Para la entidad, la actividad tuvo un crecimiento del 300 % en los últimos 5 años. Sin embargo […] cosa muy frecuente en nuestro país lamentablemente «[…] no hay controles del Estado […]» y sólo el 18% recibe información al respecto”.
Cabe destacar que sobre todo el piercing, como muy bien se aclara en la página veintiocho, siempre la misma edición del domingo citada, dice: “El piercing como se denomina genéricamente a las perforaciones con fin estético”. En primer término es dable detenerse un segundo en el mentado fin estético a los efectos de resaltar la relación con la belleza que hemos intentado despejar ya que no se trata en ese procedimiento –tan sólo– de un elemento para llevar, sino que el objetivo de alcanzar –por este medio– la belleza está presente. Más aún, sin duda que lo es, a través de pasar por el dolor. En el texto tampoco está ausente cierto toque de denuncia acerca de alguna impulsividad por parte de los adolescentes, así como un proceder que no puede detenerlos por parte de sus padres. También se brindan diversos porcentajes pero lo dado en resaltar de nuestro lado, en relación con que todo esté producido, no es sin consecuencias.
Véase, por ejemplo en lo que sigue, un tipo de referencia por el costado de la medicina que alerta acerca de los posibles efectos adversos a raíz de su aplicación: “[…] infecciones agudas, crónicas, tuberculosis, lepra, sífilis, hepatitis B, reacciones alérgicas a las tintas, cicatrices deformantes, pueden ser causadas por ellos o reactivar enfermedades como liquen, psoriasis, o vitiligo”, explica Alberto Lavieri, dermatólogo pediatra, docente de la UBA y de L’università di Milano
[5] El dictado de nuestro seminario ¿Qué dice del cuerpo nuestro psicoanálisis? en Mayéutica-Institución Psicoanalítica desde el 12 de abril de 2005 hasta el 13 de septiembre de 2005.
[6] Revista Neo, publicación mensual de Ed. Perfil, agosto de 2005, pág. 65.
[7] Ha aparecido la foto de este hombre en los medios, quien anda por la calle Lavalle, vendiendo discos y lleva el cuerpo entero tatuado. En efecto: le faltan tatuar, dice, algunos pedazos del cuerpo, pero su objetivo es ir al libro Guiness – parece que hay uno en el mundo que le saca ese cetro, – para lo cual, él va a insistir hasta lograr este tatuaje, prácticamente, absoluto.
[8] Cf. Silvia Reisfeld: Tatuajes. Una mirada psicoanalítica, Ed. Paidós, Buenos Aires, 2005, pág.78.
[9] En cambio de eso, con el sinthome, la función identificatoria quizás sea, en todo caso, una des-identificación.