A los niños muy pequeños les gusta dibujar sin que se lo pidan, y tempranamente también quieren escribir. Podría creerse que están presionados por las imposiciones pedagógicas de un entorno que anhela asegurarles una oportunidad en sistemas escolares cada vez más coercitivos. Podría pensarse también que los niños solo quieren identificarse con los adultos y acceder a un mundo donde es difícil manejarse sin saber leer y escribir. Sin embargo, la inclinación hacia la escritura responde a un apremio psíquico interno. La escritura no es un aprendizaje propiamente dicho como lo es, por ejemplo, el acceso a la palabra/al habla. Existe un “deseo de escribir” así como un goce de la escritura. Esto es lo que prueba la obra de numerosos escritores para quienes, desde su más tierna edad, la literatura no es solamente un medio de vida sino la vida misma. Necesitan escribir diariamente y poco importa si sus libros se leerán o no. Además, lo que publican es escaso comparado con los múltiples escritos que guardan.
La relación con la escritura nunca es tan evidente como en ciertas formas de locura, en las cuales su práctica cotidiana alivia la violencia de las tensiones internas. Como sucede a menudo, esta dimensión patológica no hace más que exteriorizar un movimiento latente en todo sujeto: existe un impulso hacia la escritura que reconcilia al sujeto consigo mismo, en la medida en que aporta una solución específica a su división, una reconciliación, por lo menos provisoria, con un cuerpo de goce del cual está exiliado desde el inicio. En ese sentido, existe un deseo de escribir que no es una clase más de deseo, como una sublimación, sino un deseo de escribir, en cierto modo, primitivo, porque explicita la escritura misma del inconciente.
En verdad, tenemos la impresión que la escritura es una elaboración tardía, porque el niño la adquiere después de cierta edad –cuando ya sucedió lo esencial de la dramaturgia edípica; y porque la humanidad ha permanecido largo tiempo iletrada durante lo esencial de su historia. Sin embargo, la escritura del inconciente, o incluso el jeroglífico, “escritura de los dioses”, escritura del sueño, orienta desde siempre el deseo del sujeto. En Yunnan, China, los chamanes naxi dicen que al comienzo, sus leyes y sus rituales estaban escritos sobre las bandas de piel de cerdo, pero que un día tuvieron hambre y se las comieron. Desde entonces, sus tradiciones son solamente orales.
El deseo de escribir proviene de la propia escritura inconciente, a modo de un retorno de lo reprimido. Como vamos a explicar, un cierto acontecimiento ha traumatizado al sujeto, quien para existir ha debido reprimirlo bajo la forma de “representación de cosa”, o de “huellas mnémicas” que lo han acompañado. Son estas representaciones reprimidas las que retornan en los sueños como una escritura casi ilegible desde el momento en que el sujeto tiene conciencia, ya que justamente va a reprimir, una vez más, lo que no quiere saber. Es la experiencia que cualquiera puede tener al despertarse: el recuerdo de sus sueños se evapora con mayor o menor rapidez. Además, este retorno de lo reprimido que aparece en los sueños no está hecho para ser leído. No es un mensaje. Antes que nada, da cuenta de un esfuerzo del sujeto por deshacerse de lo que lo ha traumatizado. El sueño explicita de esta manera la dinámica general del inconciente, es decir la de la repetición. La repetición no es una formación del inconciente suplementaria que se agregaría al lapsus, al acto fallido, al síntoma, etc. La repetición da cuenta del pasaje de una posición pasiva (el traumatismo sufrido) a una posición activa (la escena es revivida siendo sujeto y no objeto).
Es por esto que la escritura misma –ya no la escritura reprimida por un sujeto del inconciente que busca sin gran esperanza deshacerse del traumatismo repitiéndolo, sino la escritura propiamente dicha–, esta vez conciente, puede tener un efecto liberador. Esta tensión del sujeto hacia una reconciliación consigo mismo resume el deseo de escribir, hermanado en este aspecto con el deseo del sueño. Así como para los sueños, el olvido es la regla, también para la escritura existen fuertes inhibiciones. Porque, ¿el sujeto desea realmente deshacerse de aquello que lo ha hecho sufrir? En el fondo, está mucho más apegado a sus síntomas de lo que imagina.
El deseo de escribir responde a un apremio[1]: al apremio de repetición, Wiederholungszwang, que obliga al sujeto a superar varias pruebas si quiere existir frente al deseo del Otro. Experimenta primero un apremio por hablar, después un apremio por dibujar, por representar y finalmente, en función de esta relación con la representación gráfica, un apremio por escribir. La palabra tiene inmediatamente una relación “primitiva”, del derecho y del revés, con la escritura del inconciente: ¿qué pasa el primer día? Un niño grita, su madre lo oye; sin comprenderlo, pone allí la razón de su propia falta, que le hizo desear tener este hijo. Se angustia y se precipita por darle alguna cosa, en realidad lo que sea: lo que puede darse a esta edad, en principio, el alimento, desde luego. Y el niño, también sin comprenderlo, sabe que a través de esto se convierte en la apuesta de una demanda que lo sobrepasa, que podría arrasarlo, si no se opone.
Su grito ha sido la apuesta de un enigma y esa voz, que es el único bien propio de su activo, ha sido equivalente a lo que se le oferta, y que acepta quizá pasivamente, pero que también debe rechazar, si desea existir como sujeto sin ser arrasado en la inmensidad de la demanda materna. ¿Cómo es posible aceptar y rechazar al mismo tiempo? Este es el dilema que conlleva el primer golpe de los traumas subjetivos. Es el motivo central del desamparo, Hilflosigkeit, del lactante, quien para vivir debe rechazar su amor más grande, atándose a él para siempre. Este primer traumatismo subjetivo está enteramente comprendido en la división del grito entre sonido y sentido. De este traumatismo, el sujeto no quiere saber nada, quiere reprimirlo por causa del amor mismo, es decir, del reconocimiento subjetivo que necesita por encima de todo. Y como el instante del choque del enigma se acompaña de cierto número de sensaciones, estas sensaciones serán reprimidas siendo completamente aisladas de todo sentido, puesto que este sentido es incomprensible (es la significación del falo). Por ejemplo la sensación de una cierta luz, el tacto de un tejido, un olor, etc., forman las primeras representaciones de cosa reprimidas. No es la pulsión en sí misma la que es reprimida, sino los representantes de la pulsión (sensoriales). A continuación, estas imágenes van a superponerse unas sobre otras a la manera de los jeroglíficos egipcios, y a medida que los traumas subjetivos se acumulan.
El enigma se le escapa, pero las representaciones de cosa son suyas. Y el niño pasa la mayor parte del tiempo soñando con esta escritura que él puede dominar, es decir, repitiendo gracias a ella, intentando dominar los traumas pasando de una posición pasiva (el enigma sufrido) a una posición activa, la del soñador que alucina por fuera aquello de lo que casi fue el objeto alucinado.
Vamos a explicar cómo entre la voz –que se va a convertir posteriormente en el material de la palabra gracias al amor– y la escritura del inconciente hay una relación “primitiva”, del derecho y del revés. La palabra reprime constantemente la escritura del inconciente, esas alucinaciones de jeroglíficos, de imágenes superpuestas a lo largo de la infancia, que vuelven en los sueños. Palabra y escritura se persiguen mutuamente, la escritura de un lapsus resurge, por ejemplo, en una falla de la palabra.
¿Por qué estas alucinaciones de representaciones de cosa resurgen con tanta insistencia? Por una parte se ha dicho que resurgen para repetir, para pasar de una posición pasiva a una posición activa. Y por otra parte, porque lo reprimido representa una pérdida importante del goce del cuerpo e incluso una suerte de exilio: perdemos nuestro cuerpo de goce cuando nos convertimos en seres hablantes. Al hablar nos olvidamos qué parecemos. Allí radica el motivo del apremio que nos va a empujar a representar, luego a dibujar, y finalmente a escribir. Hablando perdemos una parte del goce del cuerpo, lo que realizaría el deseo del Otro materno: “Las representaciones de palabras” reprimen las “representaciones de cosas” para retomar exactamente los términos de Freud. De modo que luego, el deseo del sujeto consiste en recuperar este goce perdido, pervertido desde el inicio por el deseo del Otro. El dibujo intenta recuperar lo que la palabra ha perdido. Un niño muy pequeño busca, desde que puede, dibujar, representar sobre el papel esta parte de sí mismo de la cual está exilado. Cuando se examinan los dibujos de los niños de una misma edad, existen entre ellos grandes semejanzas: en efecto, se trata de representaciones del cuerpo psíquico que en este sentido son homólogas.
Una vez trazados sobre el papel, estos dibujos no son estáticos, toman vida. El niño inventa a propósito de esto una historia que no reproduce la palabra sino que busca repararla, idealizando las faltas de su propia vida: los dibujos repiten, pero buscando reconciliar al sujeto con los defectos de su existencia. Los dibujos viven, están en el origen de la mitología singular de cada uno, por más que esta posea características generalizables en todos los seres hablantes. Las ficciones desarrollan en condicional las propias historias que doblan idealmente la vida de cada niño.
Pero existe un límite superior a la representación por el dibujo. En efecto, el niño reencuentra un obstáculo insuperable cuando debe representarse, ya no como cuerpo (lo hace desde el principio), sino como “sujeto”. En tanto sujeto escapa por definición a la representación, puesto que es a partir de esta instancia subjetiva que reprime las representaciones, buscando recuperarlas fuera de él: es la definición misma del sujeto dividido. ¿Cómo representar este sujeto sobre el papel, sobre todo sin representarlo como cuerpo? Es aquí que la invención de la escritura, comenzando por la escritura del nombre propio, se impone como una necesidad de estructura, del mismo modo que el niño solo se reconoce en el espejo cuando es llamado por su nombre. Su nombre justamente no forma parte de la imagen y le permite verse: desde el exterior, de algún modo. Se advierte en los dibujos de todos los niños que las primeras letras o las “pseudo letras” que escriben son aquellas de su nombre propio. Es su firma, dicen.
El nombre propio es particularmente adecuado para la representación del sujeto “fuera del cuerpo”, teniendo en cuenta que se trata del nombre del padre. El niño toma su nombre en ocasión del conflicto edípico: se trata del nombre de su padre, en el sentido de que le ha sido dado en el nombre del padre. Esta asunción del nombre es correlativa con el complejo de Edipo: mata a su padre en el momento en que toma su nombre y la culpa por este asesinato prohíbe el goce de la madre. Este asesinato del padre es justamente lo que no es representable en el dibujo, sino inmediatamente acompañado de su renacimiento bajo la forma de la firma, que asegura la filiación del tótem asesinado. El rey ha muerto, viva el rey. En este sentido, la escritura es una suerte de reconocimiento del padre y tiene, desde el principio, un sentido sagrado. Pero al mismo tiempo, esta escritura está formada a partir de las representaciones visuales, de las cuales reprime el carácter pictográfico, guardándose para sí la potencia de la imagen, es decir, un goce potencial (que puede inhibir la formación de las letras e incluso el aprendizaje de la escritura). El nombre propio es, entonces, la llave de la escritura que a partir del dibujo orienta las representaciones de cosas hacia la literalidad. Existen pruebas de este camino hacia la invención histórica de la escritura que, al comienzo, fue pictográfica, por imagen, antes de tomar un sentido fonético, primero silábico, y luego puramente alfabético. Los niños recorren el mismo camino.
Acabamos de hacer un breve resumen, retomemos ahora dos etapas importantes de este camino hacia la escritura. Primero, la escritura no reproduce de ningún modo la palabra. En efecto, la palabra reprime el goce de las representaciones de cosa mientras que, por el contrario, la escritura busca recuperar este goce perdido, del cual el sujeto está exiliado: es lo que motiva el deseo de escribir. Pero esto no es todo, porque la escritura busca recuperar por un medio visual lo que se ha perdido por la pulsión vocal. Los instrumentos pulsionales de la pérdida y de la reconquista son muy diferentes e implican importantes consecuencias sobre la lateralización del cuerpo, igual que sobre la orientación de la escritura en una superficie, de derecha a izquierda (o lo contrario). Ahora bien, retomemos más en detalle el proceso de la pérdida (oral) y de la reconquista (visual), cuyo resultado más sorprendente es la lateralización del cuerpo: todos los seres humanos se hacen diestros o zurdos, mientras que en el nacimiento, las dos mitades del cuerpo son funcionales. Este proceso se cumple cuando la oralidad diseminada encuentra su puntuación escópica en el espacio.
Desde el comienzo de la vida, “la oralidad” comporta un doble sentido: por un lado, “oral” se significa por la voz, y por otro lado, “oral” remite a la alimentación. Estas dos significaciones están ligadas porque el grito del niño funciona como un llamado, al que la madre responde alimentándolo. La significación de esta respuesta es traumática, como se sabe, y los sonidos primero toman un sentido y luego se convierten en significantes para el niño, en la medida en que estos traumatismos se repiten. De manera que la oralidad de los sonidos (que sirven al reconocimiento subjetivo) va a reprimir la significación de la oralidad de la alimentación. Es un movimiento importante porque mientras el niño haya cumplido este proceso, no habrá respondido a la demanda materna: en consecuencia, queda en deuda con su madre y la pulsión retorna sobre su cuerpo como un boomerang, completando un bucle, en adelante autónomo, de adentro hacia afuera y luego de afuera hacia adentro, y esto debido a la culpa de no haber satisfecho la demanda. Se instaura así un ritmo pulsional indefinido de este movimiento de rechazo y de recuperación.
Es preciso detenernos en una de las características del ciclo pulsional relativa a la voz, que no se puntúa de cualquier manera. El momento activo de la voz se marca gracias a la consonante: da un “golpe de glotis” y se denota gracias a su grado de apertura: la consonante más cerrada es la “m”, que ha dado su universalidad a la palabra “mamá”, la única que subsiste del lenguaje del bebé en todas las lenguas. La consonante es el acto de este sujeto que más tarde firmará sus primeros dibujos con su nombre. En este sentido, la consonante es “paterna”. En cuanto a la vocal, se pronuncia con la boca abierta, se puede vocalizar, pero entra tanto como sale del cuerpo: es una amiga del goce materno, una cómplice de la intrusión de su demanda que pone al sujeto en posición pasiva. Esta marca tiene su importancia a propósito de las primeras escrituras alfabéticas, donde solo las consonantes se escriben, en tanto que las vocales están proscriptas (no es un problema técnico que ha llevado a esta prohibición). Del mismo modo, vemos en los niños disléxicos que las sílabas invertidas pivotean alrededor de las consonantes que forman su armadura, su punto fijo espacial.
Pero volvamos a la cuestión de la vectorialización de la pulsión vocal en bucle de afuera hacia adentro y de adentro hacia afuera. Este circuito infernal de la pulsión es vertiginoso a partir de su solo movimiento, un sujeto no sabe dónde está, afuera o adentro. Por ejemplo, un niño que grita con la boca, se oye con el oído como si fuera un otro que estuviera afuera. De modo que continúa gritando porque se oye. Digamos también que un niño que oye llorar a otro, a su vez grita. Es un vértigo y, además, ese es el sentido psíquico del vértigo.
Es aquí que interviene inevitablemente otra pulsión, porque corresponde al intercambio intersubjetivo entre la madre y el niño: es la pulsión escópica, que va a fijar de algún modo la vectorialización de la pulsión oral. Uno se dirige a alguien que uno ve, y por esto el sujeto dispersado por su propia voz se reencuentra en la reflexibilidad de la mirada, portavoz de la subjetividad. Un niño no mirado hablará quizá, pero más tarde. Es difícil oír a alguien que no vemos, sobre todo porque cuando la voz queda dispersa en el espacio, nosotros mismos quedamos dispersos. No se trata de la visión general del cuerpo del interlocutor sino más precisamente de su mirada. Mirar a alguien a los ojos es ver su propio vacío, porque la mirada del otro hace un agujero en la superficie homogénea de sensaciones a la cual, el primero le da su tridimensionalidad. La mirada de la madre expresa su propia falta, en la cual el niño puede, en principio, reconocerse, y gracias a esta reflexibilidad se instaura en el espacio-tiempo el régimen de una intersubjetividad (gracias a “esa noche que se puede ver en la mirada de todo hombre”, escribió Hegel).
Entonces, el niño se reconoce como sujeto gracias al otro a quien como a él le falta, reconocimiento que es la ocasión sin duda de la primera sonrisa, que es –mucho más que la risa– lo propio del hombre. Pero este reconocimiento, que escande el espacio-tiempo de la voz, tiene de inmediato una consecuencia incalculable: es posible verse como cuerpo desde esta subjetividad exterior a lo sensible. La mirada permite al sujeto ver, comenzando por este extraño “él mismo” siempre demasiado fálico. Consecuencia incalculable, porque, ¿quién es este “él mismo” que ahora logra ver a la distancia? Es un “él mismo” tal que él percibe en la mirada del otro, en espejo de alguna manera. Se trata de una visión muy “física” (en el sentido de la física del espejo), visión de la que existe una bella metáfora: un niño puede verse reflejado en miniatura en la pupila de su madre. En realidad, ¿no se trata del verdadero estadio del espejo? Un niño que se amamanta está tan prendido de la mirada de su madre como de su pecho. A medida que un mar de leche se lo lleva por la boca, su propia imagen le es devuelta por la mirada. Un lactante al que su madre no mira, no tiene sed. Esta imagen devuelta delimita, en principio, la oralidad del alimento, antes de delimitar la oralidad de la palabra en el estadio del espejo propiamente dicho.
Sin desarrollarlo, destacaremos solamente aquí una particularidad importante de esta especularidad. La imagen que nos es devuelta cuando perdemos la nuestra es una imagen de nosotros vista de frente, pero invertida verticalmente en el espacio. Nosotros volvemos de nuestro exilio, recuperamos según una lateralización obligatoria, derecha-izquierda, lo que es nuestro verdadero cuerpo. En tanto seres hablantes, somos obligatoriamente diestros o zurdos.
Sin embargo, el hecho de apropiarnos de un cuerpo que será lateralizado no dice aún por qué se privilegiará un hemicuerpo sobre el otro (generalmente el derecho). Para comprenderlo basta recordar que en el movimiento rítmico de la pulsión, la ida y la vuelta no tienen el mismo valor. La mitad del circuito que está activa y libera al sujeto será “buena”, mientras que la vuelta hacia el cuerpo que es pasiva y aliena al sujeto será “mala”. Esta lateralización “buena” y “mala” va a transponerse a los hemicuerpos en el momento en que la pulsión escópica va a escandir el proceso de subjetivación. Es notable que en todas las culturas, la zurdera siempre haya sido considerada de manera peyorativa.[2]
Mientras tanto, veamos la consecuencia relativa a la invención de la escritura. En principio, la vocalización de los significantes que comprende vocales y consonantes. En la vocalización, el enlace entre estas reprime el goce pulsional de la voz en beneficio del sentido (aquel del reconocimiento intersubjetivo o, incluso, de la demanda de amor). Esta pérdida de goce, lo hemos dicho, va a buscar compensarse en el apremio de la representación pictórica, ideográfica, luego alfabética, pero cambiando de pulsión, pasando de la pulsión voz a la pulsión escópica. Lo que la pulsión invocante ha perdido por un lado poniéndose al servicio de la palabra, busca recuperarlo gracias a otra pulsión a nivel de la visión; según este mecanismo generalizado de las pulsiones que busca que estas se intercambien unas por otras en función de su meta común: la identificación del cuerpo con el falo.
A nivel de la voz, se privilegiaba el momento activo de la consonante. Su “golpe de glotis” aseguraba la hegemonía del sujeto sobre el goce vocal así reprimido, pero este imperio de la consonante estaba ampliamente amortiguado por el silabismo, puesto que es imposible pronunciar una consonante sin emitir al menos una vocal. Con el cambio de régimen pulsional de la escritura, este rol de la consonante aparece más claramente. En los primeros alfabetos, solo la consonante (buena) se escribe, mientras que la vocal (mala) está proscripta. Pero sobre todo, van a ser lateralizadas las letras que son los espectros, los fantasmas del cuerpo psíquico. Las letras que escribimos son especies de fotos de nosotros mismos. Estamos en una relación especular con el papel cuando escribimos y, como nosotros, nuestra escritura será obligatoriamente lateralizada. Existe desde este punto de vista una relación, al menos estadística, entre los problemas de lateralización del cuerpo y las formas de dislexia. Son problemas de puesta en el espacio y en superficie correlativos al pasaje a la pulsión escópica y a su objetivo: recuperar el goce, y no reprimirlo como en el caso de la palabra.
Naturalmente, para que la puesta en superficie de la pulsión escópica en la escritura sea eficaz, todavía hace falta que el sujeto mismo se ubique en el espacio, pero fuera de la superficie. Esto le da un rol de llave introductoria al nombre propio. El nombre propio no es un significante propiamente dicho, puesto que no se define por otro significante, y tiene solamente una función apelativa, separadora, puramente performativa. Así fijado en el espacio, pero fuera de superficie, el sujeto que lleva un nombre orienta su escritura sobre una superficie donde esta se lateraliza, como “él mismo”. El nombre propio es el punto-fuera-de-línea, el lugar a partir del cual las letras se dan vuelta y constituyen una superficie, bajo la forma de una escritura. Es al menos una condición de posibilidad, ya que existe una angustia de representar la parte del goce perdido, una inhibición para escribir, y como el cuerpo, las letras van a llevar consigo los síntomas edípicos que acompañaron la apropiación del nombre propio y la interdicción del goce. Una mitad del cuerpo ha sido sacrificada en el momento de la entrada en la palabra, y nuestras letras se inclinarán a la derecha o a la izquierda en función de la historia de ese sacrificio. El acto de escribir busca recuperar el cuerpo en cada letra, pero esta busca al mismo tiempo asegurar la victoria del “bueno” sobre el “malo”, si se puede continuar empleando un vocabulario tan maniqueo para subrayar la dimensión ética, o incluso sagrada de la escritura.
Como el deseo en general, el deseo de escribir precede a su objeto. El sujeto desea mucho antes de saber lo que desea. En el fondo, el lactante desea desde su primera alucinación y el deseo no viene en absoluto del complejo de Edipo. Decir que el deseo de escribir precede a su objeto significa que no se puede prejuzgar lo que va a ser escrito a partir de este deseo. Pueden ser mitos, ficciones, teoría, poesía. Pero el deseo de escribir precede todos estos formatos, que son consecuencias contingentes, altamente tributarias de la historia de cada sujeto y de lo que busca reparar, justificar, dominar con esa escritura, aunque solo sea su existencia y la legitimidad de su nombre, que fue escrito primeramente, y del que firmará la última página.
[1] Si bien Wiederholungszwang habitualmente se traduce como “compulsión”, en este caso hemos decidido traducirlo por apremio debido a que, en el pasaje al francés, el autor cuenta con una palabra francesa para decir compulsión y elige, en cambio, otra palabra que significa, por lo que hemos indagado, apremio.
[2] ¿Por qué el uso de la mano derecha es universalmente mayoritario siendo una característica culturalmente adquirida? Seguramente debido a la posición intrauterina de los lactantes, que los hace escuchar mejor de un lado, sustento orgánico que sirve de punto de llamado a la fijación psíquica ulterior.