I

¿Por qué razón el ser humano, en lugar de vivir tranquilo, busca en forma permanente algo para temer, algo para angustiarse, fantasmas, posesiones, presencias, muertos mal muertos que vuelven reclamando venganza o buscando a la amada? Si, como querían los utilitaristas, sólo lo que es útil es bueno y, por lo tanto, el valor de la conducta está determinado por el carácter práctico de sus resultados, ¿por qué el hombre se ve tentado a crear fantasmas y presencias extrañas desde el golem hasta la serie Ghost o esos seres temibles que proliferan en las pantalla de los videos juegos? ¿Para qué sirven esos inútiles que sólo hacen temblar?

El psicoanálisis afortunadamente nos permite vislumbrar una respuesta. Estas cosas que angustian no responden al mero “anhelo de sufrir” ni tampoco, como sugieren los pragmáticos de barrio, “al puro gusto de complicarse la vida”. Tienen una función psíquica de primer orden. Más allá de lo conocido, más allá de lo que el principio del placer aconseja (comer con moderación e ir a dormir temprano para que no vengan los fantasmas), hay un territorio inconmensurable –y riesgoso− que conduce a un goce que en ocasiones arrasa al sujeto y, en otras, lo salva, permitiéndole enlazar al objeto del deseo. Atravesar esa puerta no es sin angustia. Hay quienes lo hacen de un empujón, pagando un precio demasiado alto. Hay quienes nunca lograrán hacerlo, quedando para siempre encerrados en la comodidad del principio del placer. Kafka lo supo desde siempre. También lo supieron los guardianes que durante años custodiaron las puertas de la ley, cada vez más altos, y también el hombre acurrucado en un banco que, mientras espera que lo dejen pasar, ha ido envejeciendo y es cada vez más pequeño.

Antes que calmar la angustia, estos fantasmas intentan juegos territoriales: se alimentan de chirridos de puertas, persecuciones de voces sueltas, lugares oscuros, lápidas entreabiertas de las que huir o a las que hay que entrar de un salto. Sus morisquetas literarias o fílmicas nos afectan físicamente. Saben que la construcción del espacio psíquico no es juego como tampoco es chiste su derrumbe. Saben que la angustia no engaña así como tampoco dice la verdad: apenas la señala. Y en ese sentido, reintroducen una certidumbre que apunta a un sujeto. Basta ver una sola vez un ataque de pánico para entender lo inútil que podría ser intentar convencer a quien lo padece que allí afuera no hay nadie.

Para figurar la angustia, Lacan no ahorra artificios. Pone al sujeto frente a una mantis religiosa y, por si fuera poco, le coloca una máscara que puede inducir al insecto a un desagradable error sobre su identidad, algo que obviamente intranquiliza al yo, un afecto que se potencia aún más al comprobar que no se puede ver en el “espejo enigmático del globo ocular del insecto”. Conviene entonces seguir esa dirección. Hay un real que intranquiliza: no sólo el sujeto no se puede ver en el espejo, también teme que lo desconozca el Otro, del que no sabe ─no puede saber─ lo que realmente quiere de él. Abordándola por la vía de lo Unheimliche, la angustia se suma al horror. Freud lo despliega ampliamente en su conocido artículo Das Unheimliche. Lo Heim, lo familiar, acogedor, íntimo, ese hogar donde justamente nos sentimos protegidos y a salvo de la angustia se convierte, por la adición de la partícula de negación un, en lo Unheimliche, esa tierra ajena que suscita angustia más inquietud, extrañeza, horror espanto. Lo más extranjero a sí mismo que retorna como doble. Lo entrañable y lo extraño, lo familiar y lo siniestro, lo doméstico y lo inhóspito: pares de opuestos que balizan el territorio subjetivo y nos hablan de ciertas modalidades de presentación del objeto que aparece allí donde lo que falta es la falta.

II

Entre numerosos textos, elegí Casa Tomada, un relato de Julio Cortázar publicado por Borges en 1946, al que en un par de ocasiones recurrí para poder pensar algún recorte clínico.  Permítanme interrogar a estos personajes en su humanidad dado que, si bien es cierto que son de papel ─y de ese papel que subyace en el mismo corazón del relato fantástico─, también lo es que una de sus mayores riquezas nos habla de lo universal de las narraciones sobre casas con presencias extrañas y fantasmas y del sujeto en sus relaciones con el Otro.

El narrador  vive con su hermana Irene, a quien evidentemente incluye en su alocución, puesto que habla en primera persona del plural. “Nos gustaba la casa porque además de espaciosa y antigua, guardaba los recuerdos de bisabuelos, abuelos, padres y toda la infancia”. Se trata de un “simple y silencioso matrimonio de hermanos,  necesaria clausura de la genealogía”. A él “se le murió” su novia, María Esther y ella. Irene, rechazó dos candidatos sin mayor motivo. El celibato en el que viven no deja, sin embargo, de tener algunos buenos momentos: ella se aboca a tejido y él, a leer libros de literatura francesa.  No necesitan trabajar, puesto que viven de rentas.

La casa aparece vagamente como la culpable de que ellos no hayan tenido otro destino; incluso ambos hermanos se plantean quemarla un día justicieramente.

Así, la vida que llevan podría ser considerada confortable, cómoda, placentera, si fuera cierto que se puede vivir ignorando el deseo: “Irene era una chica nacida para no molestar a nadie”.

De pronto, algo sucede. “Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles…Escuché algo en el comedor o la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación…Me tiré contra la puerta antes de que fuera demasiado tarde.”

Los sonidos son imprecisos: Están separados de cualquier significación. No hay significantes. No hay ninguna atribución específica. Ambos personajes nombrarán elusivamente lo sucedido, lo cual, por supuesto, crea un clima de gran ambigüedad.  Cuando uno de ellos afirma “Han tomado la parte del fondo”, el otro responde con una aparente conclusión lógica: “Entonces, tendremos que vivir en este lado”.

Lo que no se quiere ver, como siempre, llama a las puertas del interior de la casa. O, como nos enseñó Kafka, lo que sacamos por la puerta reingresará por las ventanas, esos agujeros  que conectan lo interior con lo exterior de la morada, al mismo tiempo en que perforan su geometría. Así, las voces invasoras retornan como real, modificando el espacio cerrado e incestuoso donde viven los hermanos al mismo tiempo en que testimonia de la relación entre la ley y el deseo.

Hay aquí una primera escansión temporal. Ambos pierden algunas cosas importantes que quedan en la parte ocupada, pero pronto encuentran un nuevo equilibrio. Tienen que limpiar menos, cocinan más rápido y, si bien no están los libros, el hermano encuentra una colección de estampillas que lo entretiene. “Estábamos bien, y poco a poco, empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar”.

Allí donde no pienso, soy objeto. Allí donde  el sujeto se vanagloria de haber superado la irrupción de lo real, se oculta la trama de cierto engaño destinado a sí mismo. Lo que no quiere ver suma así una potencia que lo hará retornar, pero más fuerte. ¿Se puede vivir sin pensar? Sí, pero no será gratis.

En ese sentido, la angustia es lo que no engaña, y su economía comenzará a desplegarse: “Cuando Irene soñaba en alta voz, yo me desvelaba enseguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo,  voz que viene de los sueños y no de la garganta…Nuestros dormitorios tenían al living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.”

La angustia es la traducción subjetiva de la presencia del objeto. ¿Cuál sería aquí el objeto cuya mera presencia angustia a todos sino esos sonidos y murmullos que, instalados en la casa, comienzan a desalojarlos de sí? Para no oírlas, Irene canta canciones de cuna y ambos hablan en voz alta y hacen ruidos con la vajilla cerca de la puerta cancel.

En un segundo momento, los ruidos irrumpen aún con más fuerza. “Han tomado esta parte”. Sin mirarse siquiera, los hermanos cierran la cancel y dejan todo dentro. Apenas con lo puesto, salen a la calle. Y entonces viene el conocido párrafo final: “Antes de alejarnos, tuve lástima, cerré bien y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.”

III

Ahora bien: todos los fenómenos de posesión u ocupación son también de espacio. En la imagen del cuerpo propio o de la morada aparece una presencia que, hecha fundamentalmente del objeto voz, desaloja al sujeto de su lugar. Es en ese sentido que decimos que falta la falta: se torna audible una voz que no debería estar ahí pero que, al mismo tiempo, tiene la función, el valor, de señalar aquello que, en otro lado, no ha sido perdido.

Ya sea que consideremos la pulsión freudianamente como un concepto límite entre lo psíquico y lo somático; ya sea que la refiramos al eco en el cuerpo por el hecho de que hay un decir, hay algo que es muy claro. No se puede huir de lo que se lleva en el cuerpo pulsional. No hay puerta que pueda excluirla. La pulsión es entonces una noción que afronta la problemática del límite, del borde entre el cuerpo y el lenguaje y lalangue.

Schelling dijo que es unheimlich todo lo que, debiendo permanecer oculto, ha salido a la luz: ¿qué es lo que ha salido a la luz en esos sonidos de la casa que debían permanecer ocultos? Figuraciones de aquello que, para constituirse, el sujeto ha debido arrojar al exilio, lo éxtimo que, según el neologismo de Lacan, nombra una exterioridad íntima, algo que es a la vez íntimo y extraño. Lacan sitúa nuestro Heim, nuestro hogar, la casa del hombre, en -ⱷ. “El hombre encuentra su casa en un punto situado en el Otro, más allá de la imagen de la que estamos hechos”.  El escritor sabe ponerse en contacto con eso que, siendo irracional, no carece en absoluto de una lógica. El relato es lo suficientemente ambiguo como para dejar al menos dos resoluciones posibles, en el campo de lo indecidible. Casa tomada podría ser el relato de la locura, incluso podríamos argumentar en pos de un fenómeno elemental o de la repentina irrupción de las voces. Pero también podría ser la narración de una ocupación real, unos primos que entraron por la ventana. O también, como se lo ha interpretado, en clave política y en versiones bastantes intencionadas. O aún, un fenómeno de Unheimliche que permite a los hermanos salir del espacio incestuoso o, incluso, como lo han postulado algunos analistas, del útero de la madre. Y por último, lo que podría ser mi hipótesis. No sabemos cómo continuó la historia, porque el relato fantástico tiene un final que no coincide con lo que podría suceder en un análisis. ¿Cómo saber si ese encuentro con lo Unheimliche les permitió a los hermanos un acto de corte con la historia familiar, si esas dos escansiones anticiparon la posibilidad de ir más allá de la herencia de ese caserón vacío, apropiándose de una voz no persecutoria y dispuesta a otros goces? ¿O si, por el contrario, efectivamente quedaron a la intemperie, como esos homeless o algunos psicóticos que ya no pueden volver a tener un hogar?

De todos modos, en el trabajo con mis analizantes, hay ciertas cuestiones que surgen referidas a esta clase de experiencias. Ya sea en las psicosis como en las neurosis, suele surgir lo que significa un cambio brusco de vivienda, un ruido extraño que perturbó el sueño, un rincón en el altillo solo para mí, una pieza a la que no se puede entrar, un roperito con recuerdos de la infancia de los hijos o de los seres que han partido y permanece congelado en el tiempo: todos tenemos tomado algún rincón de nuestra casa, un lugar del que querríamos huir y que, al mismo tiempo, nos trae presente algo que no queremos ver perdido, un sonido que porta en sí mismo unas puntas de real. Julio Cortázar sabe hacer con esas voces, esa materia sonora, algo que nos cautiva.


 

Presentación realizada en el Coloquio Internacional convocado por la Escuela Freudiana de Buenos Aires, la Escuela Freudiana de la Argentina, la Fundación Europea para el Psicoanálisis y Mayéutica- Institución Psicoanalítica “La voz y la mirada en la experiencia del análisis” realizado en Buenos Aires los días 22 y 23 de marzo de 2019.