Si algo nos enseñan las psicosis y el autismo es que hay muchas cosas en este mun­do que nuestros ojos no pueden ver ni nuestros oídos escuchar allí mismo donde suce­den: ¿qué micrófono, en la era de la electrónica, podría permitirnos oír esa voz que per­sigue a un sujeto al mismo tiempo que le permite seguir con vida? ¿Qué cámara cap­taría a ese ojo omnipresente mencionado por la paciente esquizofrénica de Lacan, al­guien que habita en un mundo donde es “siempre vista”? ¿Cómo aprehender esa pre­sencia temible que no se ve en ningún espejo y que aterra al autista? ¿De qué estofa está hecha la realidad allí mismo donde sus fisuras revelan las fallas y los misteriosos acier­tos de su construcción?

Ahora bien, nada nos enfrenta con esto, si es que podemos afinar nuestro oído, como el autismo y las psicosis, obligándonos a seguirlos más allá y más acá del principio del placer, donde la comodidad del sujeto no existe y este se ve conducido a la dura prueba de existir. En las psicosis, señala Freud, el conflicto se produce entre el yo y el mundo; en las neurosis, en cambio, entre el yo y el ello. Si en ambas se puede perder la relación con la realidad, lo central es ver qué pone en su lugar cada una de ellas. Roberto Ha­rari recuerda, en su artículo sobre la estructura psicótica, el caso de un paciente “pre­sentado” a Lacan en Sainte-Anne, publicado en el número uno de Scilicet, en quien se puede advertir la función de la voz, sobre todo mediante dos fenómenos –clásicos des­de los tiempos de Clérambault– evidenciables en este tipo de estructura. Uno de ellos es el pensamiento en eco; el otro es la enunciación de los actos del paciente en tanto comentarios. Ambos se relacionan, concluye, con el particular estado de interlocución en que el sujeto es situado por la acción de la voz. Mientras en las psicosis se puede po­ner un sustituto del fragmento forcluido, en la neurosis se reacomoda la realidad con la predominancia del fantasma. Es por eso que, como lo afirma Norberto Ferreyra, “el sujeto está en condición de indivisible: el objeto a nunca puede volverse causa de su di­visión”. Así, continúa, el modo en que Lacan sitúa la estructura sirve para escuchar de otro modo a las psicosis, ubicando en el estadio del espejo algunos de los antecedentes de este avance. Pero el hecho de que no opere la función del sujeto dividido, no quie­re decir que no haya sujeto. Incluso, en opinión de Gérard Pommier, se trata de un hi­persujeto; que ha dado lugar, según lo entiende este autor, al descubrimiento más im­portante de Lacan: el significante del Nombre del Padre. Benjamin Domb, por su par­te, despliega la forclusión del significante del Nombre del Padre y sus consecuencias en los desarrollos lacanianos de la estructura, destacando que en las psicosis el inconscien­te no se produce por represión sino “a cielo abierto”.

Algunos de los analistas que escriben aquí dan cuenta de un hecho clínico impor­tante: no es igual la clínica de las psicosis que la propia de la neurosis. “Lacan nos lleva a plantear una nueva perspectiva, reconociendo que no se puede tratar una estructura psicótica (hablo de psicosis mayores: esquizofrenia, paranoia, parafrenia) como se tra­ta a un neurótico”, afirma Isidoro Vegh.

No se juega con las mismas cartas, agregamos nosotros, ni está escrito con las mismas letras. Lo que es ineludible en el análisis de un neurótico puede ser desaconsejado en el de un psicótico. La autopista principal, que necesariamente debe recorrer el neurótico si ha de ir más allá, no será la vía por la que habrá de conducirnos el psicótico e incluso sería conveniente, siguiendo los consejos de Lacan, rehuir esas grandes avenidas del sentido para deslizarse con discreción por callecitas, pasadizos que, con tránsito a favor, podrían ir armando otras vías donde circulen algunos goces menos mortíferos. Volviendo a lo dicho por Vegh: “Para tener alguna eficacia en la clínica de las psicosis, hacen falta otro tipo de abordajes. En esos casos, la típica interpretación simbólica no es eficaz, y es necesario apelar a intervenciones en lo real, en lo imaginario o a propiciar lo que en los últimos años Lacan llamó sinthome”. En este contexto, nos parece, cabría una pregunta: ¿es entonces indispensable, para situar una dirección de la cura, que el analista tenga una hipótesis de estructura no cristalizada que, aunque ineludible, pueda revisarse tantas veces como sea necesario? ¿Se trataría de un mero prejuicio, de una resistencia o de una necesidad lógica que indica no tanto lo que se debe hacer como lo que no se debería hacer en un tratamiento?

No es extraño escuchar –aunque debería serlo– que la clínica psicoanalítica sea asi­milada a la psiquiátrica, que se nos diga que utilizar los términos psicoanalíticos es “po­ner etiquetas” –y desde cuándo nombrar no lo es– y que se nos quiera hacer creer que hay una contradicción entre la clínica del caso por caso y las invariantes que la estruc­tura del sujeto presenta al analista. Es, sin duda, unos de los debates que recorre este número de la revista –y que es materia fuerte de discusión en el campo psicoanalítico– la posición que cada analista toma ante este modo de organizar la subjetividad que lla­mamos “psicosis”.

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Sigmund Freud fundamentó su teoría de las psicosis en 1911, a partir de la publi­cación de las Memorias de un neurópata que, en 1903, hace el presidente de la corte de Apelaciones de Saxe, Daniel Paul Schreber. Allí hizo notar dos cuestiones fundamenta­les. Primera, el mecanismo, la forclusión (Verwerfung), observando que lo abolido del adentro vuelve del afuera. La proyección es claramente diferenciada de la represión. Se­gundo, el descubrimiento de que los delirios pueden ser subsumidos como diferentes maneras de negar la frase: “Yo lo amo”.

Jacques Lacan, por su parte, accedió al psicoanálisis siguiendo el rigor lógico de otra escritura, la de Aimée, la paciente que escribía novelas impublicables. Solo estas dos puntuaciones –una, hecha sobre un testimonio construido como alegato de un juicio; la otra, sobre una novela sin valor literario– pueden sostener la relación que las psico­sis tienen con la escritura y con el psicoanálisis. Pero hay mucho más. Porque ambos casos podrían dar la idea de que la psicosis es meramente deficitaria, en relación con el campo del arte. Hay quienes –Michel Foucault, quizás el más importante– han soste­nido esta tesis. La idea de que si hay obra, no hay locura, definiendo a la locura como la ausencia de obra. Es ahí que Lacan da un paso más al introducir el sinthome en el innovador seminario sobre Joyce –quien sí es un gran escritor–, donde muestra que una estructura no neurótica puede mantenerse unida sin desencadenar, aun con algu­nos “hilos flojos”. El paso lacaniano, por haber significado un avance, no dejó de cau­sar su desconcierto. Hay, en las páginas que presentamos, posiciones teóricas que se fundamentan en algunas de las enseñanzas de Lacan, en esos bordes imprecisos que él deja para ser trabajados por el analista al que se dirige, en donde no es sin consecuen­cias la lectura que, a partir de la propia práctica, cada uno haga de lo que es la Verwer­fung de hecho. Así, todavía hoy participamos de un debate que no cesa acerca de si, a partir de ese seminario, podemos concluir que Joyce era psicótico o no lo era en abso­luto. ¿Cómo –nos preguntamos– un gran escritor podría ser psicótico? ¿Y cómo La­can habría confundido una obra literaria con la escritura de un psicótico, obras que –sostienen algunos– no pueden tener valor más que como una necesidad subjetiva sin ningún peso literario? Y bien, habrá que debatir con quienes entienden que las psico­sis no pueden producir obras literarias importantes. Y también con quienes, más afi­nes al surrealismo influenciado por la obra de Antonin Artaud, encuentran en la locu­ra un maná del arte que tampoco cesaría de derramar su miel. Lo cierto es que la locu­ra –tomándola provisoriamente como uno de los nombres que se les dan a las psico­sis– no implica la obra, pero tampoco la excluye. Afirmamos esto sin que por eso nos veamos obligados a extraer las conclusiones del debate acerca de si Joyce lo era o no. Lo más importante de ese debate no es quién podría ganarlo sino las razones con las que cada uno puede sostenerlo.

Lo que sí resulta importante es que Lacan abre, a partir de la obra de Joyce, una clí­nica que nos invita a pensar más allá de las díadas como, por ejemplo, vida y obra, en tríadas que nos sumergen en un nuevo desafío. Así lo considera Diana Kamienny, quien despliega como una tríada el casamiento de Joyce y Nora, mostrando hasta qué pun­to una pareja –sumada a la obra– puede remendar los puntos flojos de la trama, ahon­dando también, como corresponde a un analista, en los puntos flojos que conlleva lo sexual. Así también lo muestra el trabajo que Gérard Pommier presenta sobre la obra del poeta ruso Khlebnikov, el gran maestro del futurismo, donde aísla otra tríada, la de las tres capas de su obra: poesía, lengua fundamental y cifrado. El zaoum como tentati­va de barramiento de la lengua materna, las tentativas que, por su parte, hizo Wolfson en su libro El esquizofrénico y las lenguas, la Grundsprache de Schreber, lalengua de La­can son vistos como un simbólico de cifras, distinto al de la palabra neurótica, que re­prime lo pulsional.

Si hay, como lo subraya Pommier, numerosas psicosis que llevan una activa vida cul­tural, política o militar, sin tener un desencadenamiento que los lleve al hospicio, es evi­dente que no se puede asimilar la psicosis a una estructura deficitaria o a una expecta­tiva que conlleve una vida ni mejor ni peor. En función de esto, el autor señala el error, común durante mucho tiempo, de confundir la psicosis con la internación psiquiátri­ca, cuando hay que acostumbrarse a la idea de que el hecho patológico no pasa por la etiqueta nosográfica. La distinción entre las psicosis desencadenadas y las que no, que debemos a Lacan, nos permite hoy en día constatar grandes avances en la clínica y tam­bién, como suele suceder, nuevos enigmas a descifrar.

El caso que nos trae Gorana Bulat-Manenti, donde una psicosis no desencadenada es desestimada en la dirección de la cura por un analista anterior que la considera una “histérica agotadora”, plantea rigurosamente el riesgo que implica tal confusión. “No basta con basarse en manifestaciones de seducción para decretar una histeria, porque la seducción existe, muy evidentemente, en la melancolía, en la paranoia”, afirma la au­tora. En los vericuetos de este análisis vemos cómo una hipótesis de estructura permi­te que la analista no sancione como “transgresión” lo que viene como reclamo pulsio­nal, no balizado por el fantasma. “Un entorpecimiento o un desconocimiento del pro­ceso en curso por parte del analista puede, en el mejor de los casos, dejar sin efecto la transferencia o provocar la interrupción de la cura, pero también, en el peor de los ca­sos, adelantar el desencadenamiento de un delirio y suscitar el pasaje al acto, precipitar la catástrofe tan temida por el especialista”.

La transferencia en la psicosis es intensa y lábil, dice Bion. Y Elida Fernández, a par­tir de esa cita, interroga el lugar del analista, narrando los tiempos de constitución del sujeto en términos que tornan accesible lo complejo. “Nuestro intento es poder cavar un lugar para el analista en transferencia. Este lugar es siempre en torno a un objeto que cada paciente recorta: voz, mirada, memoria, barrilete, excremento, secretario, amigo, amante, espejo, complemento de su decir y/o su padecimiento. Siempre intenso, siem­pre lábil, siempre esmaltado en la historicidad y contingencia de cada devenir. Manio­brar con ese objeto transferido forma parte de la difícil tarea del analista”.

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Algunos de los textos que presentamos aquí señalan distinciones importantes entre lo que es y lo que no es psicosis, sin las cuales el clínico podría, en el bosque de fenóme­nos, perder el árbol. Analía Battista interroga la diferencia entre las psicosis y la afasia, intentando cernir qué clase de significante es el que se forcluye en uno y en otro caso. Marcelo Edwards nos habla de estados del sinthome, mostrando hasta qué punto algu­nos desanudamientos pertenecen al terreno de lo transitorio y no deben ser confun­didos con fenómenos de estructura, si se quiere dar lugar a ciertas intervenciones del lado del analista. A partir de un preciso despliegue, Manuel Rubio nos invita a reinte­rrogar la distinción entre locura y psicosis, sin descuidar el paso por la clásica teoriza­ción formulada por Maleval y la puesta en cuestión del concepto de estructura realizada por Roberto Harari, quien propuso las constelaciones como nueva conceptualización.

Un acápite aparte merece el despliegue que, en este número, se da a la diferencia entre psicosis y autismo y, como lo destaca Ilda Rodriguez en su editorial, la pregunta acerca de si hay o no pasaje de una a otra estructura, de la no estructura a la estructura o incluso, de acuerdo al autor que se mire, si hay una dificultad clínica en delimitarlas. Alba Flesler subraya la importancia, en los tiempos lógicos de constitución del sujeto, del lugar que el niño tenga en el fantasma de la madre, describiendo con fineza la dife­rencia entre realizar la presencia del objeto y propiciar una respuesta subjetiva. Héctor Yankelevich distingue entre psicosis y autismo, argumentando que la causa de las pri­meras es la forclusión del significante del Nombre del Padre, mientras que, en el caso del autismo, únicamente se trata de la forclusión del falo (que es, a su vez, solo uno de los Nombres del Padre). Patrick Landman muestra hasta qué punto el DSM siempre está en movimiento, cómo lo que se consideraba bajo el acápite de autismo se va des­plazando hacia los trastornos y de qué manera la distinción entre esquizofrenia y autis­mo, entre psicosis infantil y autismo puede ser objeto de la censura, allí dónde las ins­tituciones sociales, las asociaciones de padres, van ejerciendo su imperio, en ocasiones contra el sujeto que, sin lugar a dudas, es lo fundamental para el psicoanálisis. Tanto el autista como el esquizofrénico son personajes más bien verbosos, afirma María Musoli­no. Por su parte, Alicia Hartmann sostiene la singularidad del autismo en relación con todo tipo de psicosis en la infancia, enfatizando el fracaso de la negación, la Ausstos­sung que no permite salir, en los casos muy severos y tempranos, de lo que Lacan men­ciona como goce animal.

La clínica psicoanalítica es un ave curiosa de la que no deberíamos avergonzarnos ni renegar: es subversiva porque no responde a la exhibición narcisista de una cura lo­grada, antes bien, apuesta a que un análisis pueda llegar a producir ese imposible que es la cura. No se trata de que la cura sea imposible, en su sentido banal o en el modo en que la neurosis de destino se consuela con el conformismo de lo aciago, sino de que la cura, en su mejor versión, produce la encarnación de ese imposible para un sujeto.

No es fácil entender cómo una misma estructura puede hacer que un sujeto pierda la percepción de las piernas, escuche que lo injurian cada vez que entra a su casa, per­ciba las palabras de su madre como ladrillos que lo golpean en la sien, se sienta empu­jado a ser la mujer para un Dios que lo reclama y/o, con idénticas invariantes, escribir una obra fascinante algunas veces en otra lengua, desarrollar complejos programas de computación, actuar en teatro o, en tanto abogado, defender con maestría a quien fue tratado como insano: ¿cuál sería el punto en común? ¿Es la psicosis lo único determi­nante en la dirección de una cura o hay, en verdad, muchas cosas, incluso en aparien­cia intrascendentes, que hacen que esa misma cura dé un pequeño giro o uno grande, a veces debido a un gesto, a un gusto, una inclinación, un don, como diría Borges, que permite al sujeto asirse y pasar a otra cosa?

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No podríamos concluir esta página sin recordar a quien fuera una de las psicoana­listas más importantes que ha dado nuestro país: me refiero a Pura Cancina. Fundado­ra de la Escuela Sigmund Freud de Rosario, donde desplegó su enseñanza, también fue vicedecana y profesora titular de la Universidad de Rosario, donde dio sus clases duran­te más de veinte años. Publicó numerosos libros en nuestro país y en el exterior, entre ellos, Escritura y femineidad, El dolor de existir… y la melancolía y, con otros, El puzzle de un padre. Tradujo y dirigió varias colecciones de psicoanálisis, buscando que cier­tas obras circularan en nuestra comunidad. Hacemos nuestras las palabras de Guiller­mina Díaz, en su homenaje:1 “¿Cómo no recordar su presencia en Caracas en 1980, allí donde Jacques Lacan exhortó a escuchar a aquellos «otros» a quienes su presencia no había hecho de pantalla? Hecho que llevó luego en Buenos Aires a proponer y organi­zar –con algunos otros– la Primera Reunión Lacanoamericana de Psicoanálisis que se realizó en Punta del Este, Uruguay, allá por el año 1986. ¿O su presencia en las reunio­nes Preparatorias en Barcelona donde luego fue un miembro –con otros– del Comi­té de Redacción del Acta Fundacional de Convergencia. Movimiento Lacaniano por el Psicoanálisis Freudiano?”.

Así nos sumamos a la serie que propone Díaz, “de los variados modos de recordarla y honrarla, de manera tal que, para cada uno que haya compartido algún tramo de su incesante obra, se pueda retomar a través de su propio tributo, reconocimiento o elo­gio todo aquello que nos ha dejado y en lo que Pura Cancina nos falta”.