Dobles

Sombra, persecución culposa, superego policial, el doble se conoce siempre por un defecto físico. Todos los dobles de la literatura tienen una malformación. Arrastran los pies (como Hyde en El extraordinario caso del Dr. Jekyll & Mr. Hyde), son monstruosos (como Frankenstein o Alien), dañinos (como la Virgen de Hierro en La Condesa Sangrienta), están supuestamente muertos (como Lady Madeline en La caída de la casa Usher), han sido embalsamados (como Mrs. Bates en Psycho), o tienen, como en el caso de William Wilson, de Edgar Allan Poe, una vocecita repugnante.

Postulan, en otras palabras, que en todo aquello que se expone a la contemplación, late siempre, como contracara, una doble herida: la grieta de la precariedad y la gangrena obscena del deseo. Todas las creaciones humanas son, en este sentido, señuelos: en su obsesión monotemática, no hacen más que apuntar a la compleja relación entre arte y vida, realidad y representación. Algo se desgaja del creador cuando este concibe su obra y la realiza. Lo que se desgaja es una experiencia, en toda su maravilla y su dolor. Detrás de cada cosa exquisita, escribió Oscar Wilde, hay algo trágico. Habría que agregar: entre el modelo, la estatua y el cadáver, la belleza, a veces, se digna a hablar.

Hoffmann, E.T.A.

Nadie que haya leído alguna vez El hombre de arena podrá olvidar con facilidad a ese Monumento a la Indiferencia que es la muñeca Olympia. Obsesionado desde la infancia por el Hombre de Arena, que arranca los ojos a los chicos malos, el joven protagonista Nathaniel, como es previsible, consigue dejar de ver, y así queda prendado de la hermosura parca de Olympia, desmoronándose en la ruina. “Nunca había tenido una oyente tan magnífica”, dice el joven, y enseguida: “Solo en el amor de Olympia puedo encontrarme a mí mismo”. (Las dos frases revelan una amatoria falsa: Nathaniel, en realidad, no puede amarse a sí mismo y por ende, no puede amar).

Olympia ha tenido varios nombres a lo largo de la historia. Coppélia es uno de ellos. También muñeca, también a su modo femme fatale, Coppélia es la rival de Swanilda en
el ballet que coreografió, sobre música de Léo Delibes, Arthur St. Leon, el marido de la famosa ballerina napolitana Fanny Cerrito.
Otro de sus avatares aparece en el animé japonés Noir, incansable fresco de violencia exclusivamente femenina, cuyo tema musical contiene la frase: People are dolls tired of dancing.
De E.T.A.Hoffman es también El reflejo perdido, ese relato inspirado en La maravillosa historia de Peter Schlemihl, de Adelbert von Chamisso, que Stellan Rye y Paul Wegener
llevaron al cine en 1913 bajo el título El estudiante de Praga. El pacto fáustico, que el estudiante Baldiun, en su pobreza ambiciosa, firma con el financista Scapinelli, desata un drama que toca todas las cuerdas del tema del doble. La escena en que Scapinelli sale del cuarto, llevándose consigo el reflejo del estudiante, figura entre las más bellas de la escenografía negra.
A Hoffmann le gustaban mucho los juguetes y los autómatas. Máximo Gorki le reprochó que “jugara a las muñecas con los frutos de su imaginación”.

Retratos y otras petrificaciones

De todos los retratos “infames” registrados por la literatura, los más famosos son: El retrato oval, de Edgar Allan Poe, Obra de arte desconocida, de Balzac, El retrato de Dorian
Gray, de Oscar Wilde, y el que figura en La corte de Artús, de E.T.A. Hoffmann. Los cuatro tienen un punto en común: giran, como por hechizo, en torno a eso que “sepultan”
las obras de arte y, de paso, postulan una relación onerosa, incluso imposible, entre arte y vida.
No importa quién medra a expensas de qué, quién cede sus derechos o los pierde en la “transfusión”. Lo cierto es alguien languidece, se pierde irremisiblemente en el pasaje
entre ambos reinos, como la esposa-modelo del pintor de Poe, súbitamente muerta en la “realidad” y radiante en el cuadro que la “vampiriza”.
Hace falta mucho talento para pintar un vacío, dijo Balzac. Su pintor Frenhofer lo sabe bien. El retrato de la mujer amada, que prepara hace años en su atelier secreto, es
un objeto imposible. (Cuando al final lo muestre a sus amigos, estos solo percibirán un caos de colores). No se trata, sin embargo –o no tan solo–, de los descarríos de una imaginación.
Algo más serio ha tenido lugar: una percepción tan densa, tan pegada a sus deseos menos lícitos, que se ha vuelto clara, intolerablemente clara, como una imagen
presa de la visión.
A la tela manchada de Frenhofer, E.T.A. Hoffmann opone una tela blanca. Su pintor Berklinger pasa las horas en trance, sin tocar un pincel, hipnotizado por algo que solamente
él ve. O, lo que es igual, pinta sin necesidad de pintar. Mi cuadro, dice, no se propone significar sino ser. De ahí que, en su tela virgen (espiritualizada), se yerga un vacío,
una suerte de “paraíso recobrado” sin sostén material.
Opuestos en apariencia, ambos relatos sugieren que al buscar, no ya una figuración de la vida sino la vida misma, el arte tropieza con un escollo insalvable. También Dorian Gray encarna –literalmente– esa pugna, aunque los signos estén invertidos. Al esconder el retrato-identikit y postularse él mismo como arte vivo, logra postergar, por un tiempo al menos, el exterminio de sí. Cuando por fin hunda el puñal en el corazón del cuadro, lo real (la muerte) volverá a pertenecerle por completo y el retrato, más estilizado y fosilizado que nunca, lo mirará intocado desde su disidencia.
La creación no es un destino envidiable. Hay que avanzar a ciegas, sin poder recuperar (o retener) el cuerpo, salvo como alien o muerto que retorna. Lo mejor que puede ocurrir es que, en la atmósfera negra del taller –en la blancura agobiante de la página–, aparezca un indicio, un fragmento de ruina, un poema incivilizado, un cuadro disoluto o desierto.

Kokoshka, Oskar

Resentido con Alma Mahler, que lo dejó por otro mientras él peleaba en la Primera Guerra, decidió reemplazarla por una muñeca. Encargó entonces a Hermine Moos, una artista suiza del grupo Dadá, que le fabricara, in absentia, una réplica exacta de Alma en tamaño natural –incluidas las parties honteuses. Él mismo supervisó la construcción de la muñeca-fetiche (como la llamaba en sus cartas), durante nueve meses, y después, aunque insatisfecho por supuesto con los resultados, contrató una mucama para atenderla.
Increíblemente, Kokoshka no fue el único en permitirse esta extravagancia. Aunque la historia no ha sido comprobada, se cuenta que Descartes, desolado por la muerte de su hija ilegítima Francine, de apenas cinco años, se hizo construir una autómata idéntica a la niña, con la cual dormía, estudiaba, se iba de viaje. (Al parecer, la muñeca fue descubierta y arrojada al mar por el horrorizado capitán de un barco que lo trasladaba a Holanda).
Mucho más tarde, en otro continente, el norteamericano Lester Gaba se sumó a la lista. Oriundo de Missouri, diseñador de maniquíes para la tienda neoyorquina Saks Fifth Avenue en la década del ’40, se enamoró al parecer de una de sus creaciones, un personaje de vidrio llamado Cynthia, a quien llevaba a cenar al Stork Club, adornada por las joyas que le regalaban a diario Cartier y Tiffany. También lo imitó en Buenos Aires el español Ramón Gómez de la Serna, famoso autor de las Greguerías, que vivió en secreto, durante años, con una muñeca de cera.
Tres cuadros de Kokoshka, Mujer de azul (1919), Pintor con muñeca (1920) y Ante el caballete (1922), confirman la vida de la “muñeca infame”. Acabó decapitándola en su atelier de Dresden durante una fiesta orgiástica.

Plan de evasión

Adolfo Bioy Casares dedicó esta cárcel metafísica a Silvina Ocampo. De esta novela epistolar y paranoica, que antecede en cinco años a La invención de Morel, me interesan, sobre todo, dos detalles: la presencia de Irene, amada elusiva y sin voz, que anticipa a Faustine, y los cuadros vivos que interpretan, en las celdas, los presos “manipulados” por el narrador-inventor Castel.
Mucho se podría decir de los ecos de Locus Solus en este relato (la semejanza de nombres entre Castel y Canterel no es, siquiera, el más obvio). También de la isla, cuyos puntos en común con la de Morel son virtualmente incontables. Estamos aquí en el archipiélago de las “Islas de la Salvación”, cuyas construcciones incluyen el faro, el hospital, el galpón y un “castillo” con dos pabellones, uno para condenados a reclusión solitaria y otro para locos.
Algo, de pronto, deja de parecerse a la realidad. Tal vez sea el calor, el embotamiento que producen la insolación y los insectos. Lo cierto es que Castel se vuelve sutilmente siniestro. “Yo creo en la reforma del individuo”, dice, y enseguida, como los idealistas de Tlön: “Nuestro mundo es una síntesis que dan los sentidos. Si cambiaran los sentidos, cambiaría la imagen. Con solo alterar la graduación de nuestros sentidos, leeremos otra palabra en ese alfabeto natural”. Ya no sabemos si estamos ante un sabio o un monstruo, un misántropo o un santo.
Los mundos de Morel y de Castel, escribió Alberto Manguel, son bifurcaciones de un solo tronco. Yo agregaría que ambos señalan, también, la mueca horrenda que, tarde o temprano, suelen adquirir las utopías humanas.

Infantas mecánicas: las muñecas de Hans Bellmer

Arquitecto, pintor y dibujante alemán, discípulo de George Grosz, del que heredó la consigna: “Ataca, insulta y maltrata a la sociedad”, y marido de la poeta Unika Zürn, con quien compartió un mundo más vinculado al exceso que a la mutilación, Hans Bellmer es conocido, ante todo, por sus muñecas descuajeringadas.
Su obra, que podría englobarse bajo el único título de Die Puppe: los crímenes del amor o Petite anatomie de l’inconscient, forma parte, desde siempre, del panteón surrealista. Una noche de 1933, tras haber sido acusado de artista “degenerado” por el Tercer Reich, salió de Berlín con un maniquí de escaparate, técnicamente muy mejorado. Durante los cuarenta y dos años que siguieron, la muñeca no lo dejó jamás. Él, por su parte, no cesó de exacerbar, con la fe de un obsesivo, su propio amour fou. De ese idilio maquínico, que fue también un largo y metódico juego, subsisten hoy infinitas pruebas. La infatigable lucha contra la forma –para obligarla, quizá, a revelar un inconsciente corporal– se vuelve, en él, un estilo: la firma oscura de un artista del miedo.
“He tratado, tan solo, de recomponer los elementos sexuales de un cuerpo de niña como si fuera una suerte de anagrama plástico”, dijo en una entrevista. Dijo bien: en su obra, todo apunta al tabú, al simulacro, al fetiche. La muñeca se vuelve objeto mágico, herida sin cuerpo, espectro ontológico que fomenta la angustia. En otras palabras, la muñeca se acerca temerariamente al “monstruo”, entendido este como cuerpo in extremis, como despojo librado a su intemperie más cruda, una vez que el terror, que siempre es interior, se apodera de la escena.
Bellmer ilustró El teatro de las marionetas de Kleist, y también los catorce poemas de Paul Éluard, titulados Jeux Vagues-La Poupée. Los artistas contemporáneos Cindy Sherman, Ellen Phelan, Michel Nedjar, Mike Kelley o Annette Messager, retoman la fascinación con la muñeca allí donde Bellmer la dejó.

Fotografías

En La escritura de la luz, Baudrillard sostiene que el acto fotográfico es un duelo: una especie de asesinato simbólico tiene lugar cuando el sujeto “dispara” la foto, y el objeto, al ser captado por la lente, deja de ser parte integrante del mundo para volverse un “monumento”. El objeto era y ya no es, dice el filósofo. Y, sin embargo, esa cancelación es engañosa porque, en verdad, el objeto se resiste a mudar en imagen y usa su propia “monumentalización” para expulsar al sujeto y vengarse de él, dejándolo afuera de su propia creación.
Sobre este tironeo un poco paranoico, escribió también Julio Cortázar. Las fotos aparecen en sus cuentos como fósiles que el artista recoge de la nada o, quizá, de recuerdos extraviados en su propia psiquis. A veces, incluso, las dota de poderes premonitorios, como en el caso aterrador de Apocalipsis en Solentiname. En cuanto a Las babas del diablo, leer allí una intriga alrededor de un fotógrafo y una foto indecente es, cuanto menos, avaro. Lo que interesa en el relato tiene que ver con la traducción o, mejor dicho, con su imposibilidad, dado que ninguno de los instrumentos que posee el protagonista (ni la cámara ni la máquina de escribir, ni siquiera el naked eye) le alcanzan para “morder” la realidad y, lo que es peor, para liberarlo de la prisión ontológica de un yo que, cada vez que se empeña en salir de sí, acaba ejerciendo una violencia sobre el mundo. Parado ante la foto que ha sacado, digamos, comienza por evaluar el cúmulo
de falsificaciones y malentendidos que esta instaura, y acaba por comprender que la “réplica” no existe, a menos que llamemos réplica al pasaje de un mundo que se mueve a una imagen paralítica. El descubrimiento tiene consecuencias: al concentrar su crítica sobre la fotografía –supuestamente la más “fidedigna” de todas las artes–, Cortázar objeta, a fortiori, al “realismo” literario y refuta para siempre la categoría de mímesis.
Blow-up, expresión en inglés con que se tradujo Las babas del diablo, es un término técnico de la fotografía que significa ampliar, pero también hacer volar por el aire, hacer añicos a causa de una explosión. Una explosión ocurre aquí, no hay dudas, y es epistemológica. Contra el ataúd de la cámara y la caja negra de la literatura, Cortázar postula una estética a favor de la incerteza; contra la política de la representación, una reflexión sobre su instrumento; contra el tedioso realismo, el desbarajuste, feliz y agudísimo, del fantástico.

Cine

En su libro Public intimacy, la italiana Giuliana Bruno describió al cine de varios modos. Lo llamó archivo nómade de imágenes, viaje arquitectónico, paisaje cultural del inconsciente, excusa para la topofilia y también visión peripatética. En todas sus definiciones, como se ve, movimiento y figura son claves. Walter Benjamin había señalado ya la semejanza entre cirujano y cameraman, recordando que en un film se “cortan” cuerpos en el espacio, se editan y manipulan anatomías de lo visible.
Al cine lo preceden muchos “espacios para ver”: los gabinetes de curiosidades, los museos de cera, los tableaux vivants, los teatros mnemónicos, las vidrieras, las vistas panorámicas, los peep-holes, las caminatas urbanas (flâneries, sightseeing tours), los museos y, en general, todo espacio donde el espectador puede volverse, literalmente, un consumidor de imágenes.
También lo precede, de un modo sesgado, el pabellón, ese puente entre la ciudad y el jardín, concebido como salón de fiestas a fines del siglo XIX y generalmente erguido en parques públicos, donde la percepción podía volverse –como la modernidad misma– astillada y móvil. Como el pabellón, la sala de cine estrenó cierto tipo de geografía, hasta entonces, inédita: en su espacio, un afuera podía volverse interior mientras un interior era proyectado afuera.
No me parece descabellado agregar que el cine comparte rasgos con el autómata. Puede que sea, incluso, el autómata paradigmático de la era de la reproducción mecánica. ¿No hay en él, acaso, un proceso de embalsamamiento, de momificación de la vida? ¿No está hecho de fragmentos pegados en una tira de celuloide? ¿No son sus personajes como androides que vuelven una y otra vez, al estilo de El espectro de Quiroga, a cruzar la frontera del tiempo para activar nuestros reflejos sensuales?
La primera sala de cine fue la Sala Iride y se inauguró en Nápoles en 1899.


Estos textos fueron reunidos y publicados luego en el libro Pequeño mundo ilustrado, Editorial Caja Negra, Buenos Aires, 2013.