Alejandra Ruíz: Dice Lacan en su seminario sobre la ética del psicoanálisis: “Si siempre volvemos a Freud es porque él partió de una intuición inicial, central, que es de orden ético. Creo esencial valorizarla para comprender nuestra experiencia, para animarla, para no extraviarnos en ella, para no dejar que se degrade”. El retorno que Lacan hace sobre Freud, por ser algo diferente que un simple retorno, incluye también algunas operaciones de traducción, de re-traducción de ciertos términos freudianos. Partiendo de la ya legendaria reformulación de trieb, podría decirse que el mentado retorno a Freud no sería tal sin operar también una nueva traducción, ¿de qué modo participa la traducción en ese bucle?

 

Guy Le Gaufey: No me parece que Lacan pueda ser considerado como un “traductor” de Freud. Está claro que ha impuesto en francés algunas “traducciones” de ciertos términos freudianos que ganaron la partida, por lo menos en los círculos lacanianos, como trait unaire para einziger Zug o forclusión para Verwerfung, y otros. A veces, a lo largo de su seminario, pone en francés una frase de Freud que él cita apropiadamente. Pero si es la prueba de que leía a Freud en alemán, no se trata por lo tanto de alguien que podría llamarse un traductor.

Un traductor no traduce palabras; traduce proposiciones, elementos de sentido que no se pueden fraccionar fácilmente en palabras aisladas. Además, y eso importa, traduce cantidades de proposiciones que plantean el problema del estilo de pensamiento, de cómo tratar las repeticiones, de respetar la consistencia del texto a través de sus múltiples vertientes. Por ejemplo: en el Proyecto… de Freud se encuentra muchas veces la palabra Bezetsung. Puede parecer importante señalar la dimensión casi militar de tal palabra y decidir que occuper, en su sentido militar precisamente, podría ser una traducción correcta en francés, arriesgada pero sutil, de esta palabra que dice cómo una neurona está investida (“ocupada”) por una cantidad. Bien. Pero también está el verbo en infinitivo y conjugado, el participo pasado, el gerundio, muchas y muchas veces, de modo que una traducción tal no consigue mantenerse sin crear un desorden inapropiado porque muy a menudo no conviene, precisamente, este sentido militar. Ahora bien, se trata de respetar escrupulosamente el uso de este término clave para Freud, sin cambiarlo de una vez a otra en una nueva traducción. Entonces, el traductor, frente a sus obligaciones de traductor y a la totalidad del texto, no frente a una ocurrencia aislada, deja caer la palabra occuper para reintegrar el clásico “investir”, que se comporta de una manera más correcta a lo largo del texto.

Esta dimensión de la traducción efectiva, no le importa a Lacan porque no se posiciona como traductor. El “retorno a Freud” implicó cuidar los términos que Freud había empleado, a veces subrayándolos con una nueva traducción, sin que esto implique considerar a Lacan como un traductor de Freud.

¿Cómo llamar, entonces, a esta manera de acoger un texto de tal manera que implique renovar ciertas traducciones ya recibidas? Se trata mucho más de una “rectificación” que de una “traducción”. Hay que ir en contra de una traducción ya recibida para establecer mejor un sentido hasta entonces escondido y que, a veces, escapa a la lengua misma. Por ejemplo, el pasaje del alemán Phantasie al francés fantasme (y no fantaisie), o del francés jouissance al inglés enjoyment o al galicismo jouissance, etc. (la traducción de Lacan en cualquier lengua, con la cantidad de neologismos que presenta, plantea muy a menudo este tipo de problemas).

Para calificar la manera con la cual Lacan importó ciertos términos de Freud en francés, me parece que el término “apropiación” suena mejor que “traducción”. El ejemplo de Unbewußte “traducido” por l’unebévue no me parece tan diferente al del pasaje de einziger Zug a trait unaire o de Jenseits des Lustprinzips a jouissance. Es una manera de domiciliar un concepto en un movimiento que, precisamente, no se confunde con el trámite usual del traductor, un movimiento que insufla un pensamiento propio a la palabra fuente, lo que el traductor, habitualmente, se prohíbe hacer (a pesar de que también lo hace bastante a menudo).

Sé que no se puede establecer una diferencia clara en cada punto entre lo que llamo aquí “traducción” y “apropiación”. Hice este pequeño recorrido solo para que uno no se precipite en hacer venir todas las ideas comunes a propósito de la traducción cuando se trata de apreciar lo que Lacan hizo a y con el texto de Freud.

 

  1. R.: Dice Paul Ricɶur en Sur la traduction: “Comprender, eso es traducir”.[1] Henri Meschonnic replica, por su parte: “No, comprender es comprender, o creer que uno comprende. Traducir supone comprender, pero es otra cosa“.[2]¿Cómo relacionaría usted la comprensión y la traducción?
  2. L. G.: Estoy totalmente de acuerdo con Meschonnic. El juicio de Ricɶur es típico de su estilo de pensamiento y de escritura (que no aprecio mucho), que tiende a diluir las cosas sobre el pretexto de ser claro y didáctico. Comprender no es traducir, en el sentido de que no se necesita establecer otro texto para entender bien el primero. Lo cierto es que una traducción tal de una lengua a otra vale como prueba de que, sí, hubo (o no) comprensión, pero la comprensión en sí misma tiene lugar sin eso.

Ricɶur propone su casi equivalencia de una manera muy retórica. No se sabe bien si hay que considerar este tipo de afirmación como un teorema o un axioma, o más bien algo de mármol blando, como es tan frecuentemente el caso en esa manera de hablar. La comprensión está en relación directa con la obligación número uno del traductor: respetar al sentido, y ello porque se traducen, una vez más, no palabras, sino unidades de sentido. Pero muy a menudo esta obligación primera entra en conflicto con la segunda, que toca al respeto del valor del término o de la expresión. Si es vulgar, hay que encontrar algo vulgar; si es sofisticado, algo sofisticado, etc. Sin olvidar a la tercera, que toca al ritmo. Por ejemplo, en inglés (especialmente en el north american english) no importa repetir la misma palabra numerosas veces en la misma frase si es necesario para que el sentido sea claro. Al ponerlo así en francés, si se respetó escrupulosamente este tipo de repetición, el texto va aparecer pesado, inhábil, mientras que no sucede lo mismo en inglés.

Entonces: comprender es, claro, una necesidad imperiosa del traducir, aunque a veces deja el paso a otra consideración. Pero para no privilegiar el sentido, hay también que haberlo captado perfectamente. Todo eso es más claro en la traducción poética, porque en este caso hay una obligación de más que toca al ritmo y, a veces, a la rima. Allí, el sentido no siempre es el privilegiado, y a veces (raramente) pasa al último rango.

 

  1. R.: ¿Hasta qué punto su experiencia como traductor podría haber dejado alguna marca en su práctica como analista? ¿Hay una tensión interesante entre ambas disciplinas?

 

  1. L. G.: Desde hace más de veinte años, he traducido del inglés al francés una quincena de libros (gay & lesbian studies, filosofía, historia, novela, y uno de poemas). Muy a menudo se dice que esta práctica va muy bien con la práctica analítica, que se apoyan la una a la otra, etc. No es exactamente mi impresión, y no es fácil decir por qué. Supongo que es a causa de mi relación complicada con, digamos, la semiótica de Jacques Lacan. Desemboqué en Lacan cuando estaba estudiando la semiótica con Barthes y Greimas, muy interesado en aquel entonces en lo que se llamaba “la teoría del significante”. Bastaron unos años para que me desilusionara con la idea de que pudieran unirse dicha teoría y una semiótica académica que, en su corazón mismo, adoptaba los fundamentos de la fenomenología de Husserl (que planteaba otro tipo de sujeto). Primera elección obligada, lo que me condujo del lado de Lacan, por lo menos lo pensaba así. Pero si su definición del sujeto representado por un significante para otro significante me parecía insuperable e inmejorable en lo que toca al tratamiento analítico, no podía tan fácilmente seguirle, a la altura de una semiótica general, en su manera de rebajar al significado como lo que se contenta de resultar del arreglo del significante. Por supuesto, nunca había encontrado un significado flotando solo en el aire, no venía sino con un significante, pero… ¡Bueno! Me las arreglé de tal modo que me olvidé la dificultad.

Quince años después empecé a traducir textos, en primer lugar poéticos, y el problema resurgió en todo su esplendor. Intenté describirlo en un pequeño texto que se intitula “¿Alucinar?” (traducido en El caso inexistente, Epeele, 2006, págs. 311-330). Me ocurrió, algunas veces que, frente a un verso en inglés, no encontraba un equivalente en francés, pero también que, en una fracción de segundo, el inglés se había desvanecido y no obstante yo seguía teniendo algo en la mente. Debo agregar que no creo, como San Agustín, que exista un lenguaje “mental” por encima de cualquier lengua. Entonces… ¿qué pensar?, sino que, a pesar de que no se pueda atrapar aisladamente, hay sin embargo un cierto grado de existencia del significado por sí mismo. La existencia también de ciertas “áreas semánticas”, especialmente para adjetivos y verbos, va en el mismo sentido según el cual el significado posee una cierta independencia. No mucho, pero… un poco.

Tampoco pienso, del otro lado, que un tratamiento se puede conducir atendiendo solo al significante, tan importante como sea este. No sé si hay analistas lacanianos que están atentos al significante como, a veces, les gusta decirlo, haciendo del witz la única interpretación recta con capacidad de desembrollar un síntoma. Las cosas me parecen mucho más turbias, y a pesar de que sepa yo muy bien que nunca conseguiré demostrar la existencia en sí misma de un significado, debo a la traducción (y no al tratamiento) mi convicción de que, si el significante produce efectos al nivel del significado (y luego del sentido), hay una cierta autonomía del significado y del sentido.

Lo que no sé es si esta convicción me ayuda o no en mi trabajo de analista (en tanto que traductor, no tengo ninguna duda). Por lo tanto, que me convenza de que el sentido desborda el apilamiento de las significaciones, empujándome a la búsqueda de algo otro, sí, me ayuda. Pero cuando, eventualmente, me distrae del juego del significante (lo que ocurre, estoy seguro de ello), no me ayuda. Es una guerra (o un vals) sin fin entre el sentido y el sonido (obviamente, es peor cuando trabajo como analista en una lengua otra que mi lengua materna porque me encuentro más atado al sentido, más dependiente de mi comprensión del contexto, lo que obstaculiza la sensibilidad al significante).

Pero cuando Lacan dice (no sé dónde) que el significado no es sino un significante que “ha caído debajo de la barra”, no entiendo lo que quiere decir eso. En un seminario (tampoco sé cuál), describe también la producción de los significados como resultando de una noria de cangilones: los significantes serían los cangilones y la cantidad de agua que cada uno subiera sería un significado. Monotonía de la signifiance. No creo en eso. Pienso más bien que hay un cierto nivel de participación zurda del cuerpo en la producción de significados tan vagos como diferentes, que se ajustan al movimiento de los significantes. Es casi un delirio, pero no logro entender el funcionamiento de una lengua sin un cierto nivel de independencia de los significados, a pesar de que no sepa cómo disponer bien la dicha independencia.

 

  1. R.: ¿Hasta qué punto las categorías de lengua fuente y lengua meta, con las que habitualmente se ha pensado la traducción, no podrían implicar un intento de darle consistencia a una concepción imaginaria donde ese pasaje –biyectivo– entre una lengua y otra, al fin sería posible? ¿En qué sentido lo real de la lengua, tal como Lacan lo plantea en Radiofonía, viene a descompletar cualquier posible imaginarización que reduciría la traducción a un plano meramente imaginario?

 

  1. L. G.: La concepción de la traducción como ejercicio de biyección es penoso porque es, por un lado, indudable e imprescindible, y por otro lado, falso y engañador. La babosada usual según la cual la traducción es algo imposible considera, sin arriesgarse a decirlo, que la traducción tiene que ser una biyección perfecta y sin falla, de tal modo que bastaría mostrar que no es el caso para afirmar doctamente que cualquier traducción es “imposible”. Un tal juicio no demuestra sino una ignorancia crasa del funcionamiento de la lengua, sea fuente o meta. En la misma lengua, hay montones de proposiciones que dicen “la misma cosa” sin utilizar los mismos significantes. Los matices pueden parecer innumerables (a pesar de que, de hecho, no lo son), pero tenemos que emplear aquí una distinción suficientemente clara entre “significación” y “sentido”. Las dos palabras muy a menudo se superponen, de tal modo que se puede utilizar la una o la otra indistintamente. Propongo aquí considerar que una significación ─sea la conjunción de un significante (o de algunos) y de un significado (sea preciso o turbio)─ es algo de la naturaleza de un círculo, algo que se hace bucle, que se puede aislar y apuntar, desplazar y equivaler; mientras que un sentido participa de una media línea recta, que tiene un punto de partida, una dirección y nada más. Topológicamente, son muy diferentes, mientras que ambas participan de la producción de lo que “quiere decir” tal montaje significante. Con estos elementos mínimos podemos acercarnos un poquito mejor a la cuestión de lo “real de la lengua”, tal como lo encuentra la traducción.

Lo que se busca primero es, claro, el máximo de biyección entre una significación en la lengua fuente y otra en la lengua meta. Con frecuencia, el traductor llega a hacerlo sin gran dificultad y la traducción sigue adelantándose. Pero también ocurre a menudo una no-concordancia, más o menos grave. Aquí se revela lo real de la lengua de la misma manera que surge el uno en la concepción del número que inventó Frege, rehusando la vía clásica que afirma el uno como algo obvio, sacando de su mera repetición la generación de todos los números. Él prefiere partir de la experiencia humana elemental que consiste en la fabricación de una serie doble, por ejemplo: cuchillos y tenedores. Supongo que alguien está alineando pares de estos. Mientras un cuchillo corresponde con un tenedor, no pasa nada (como en la traducción, cuando hay concordancia). Pero supongamos que, de repente, falta uno (no importa de qué lado). Ahora pasa algo: un vacío inesperado saca a luz la mera existencia del Uno. Falta uno. Aquí está el punto de partida de la numeración fregeana (lo que le va como un guante a Lacan).

Sea el primer verso de un poema del poeta Inglés Philip Larkin: The view is fine from fifty. El resto del poema muestra que se trata al mismo tiempo de fifty meters high y de fifty years old. Por lo tanto, hasta donde sé, no hay nada equivalente en francés, en una formulación en la que no sobren ocho o, peor aún, diez sílabas. Por un lado, a la lengua francesa no le falta nada: eso es tan claro como el día. Y sin embargo, la traducción del poema se desmorona por sí misma a causa de esa maldita incapacidad local. Aquí se toca, por la vía negativa, algo del real de la lengua. Falta un cuchillo, no en el juego general de los cubiertos, sino, sí, en frente de este tenedor, en frente de una cierta ambigüedad en la significación.

De una manera menos clara, se encuentran casos en los cuales no hay tal imposibilidad, salvo que la expresión de la lengua fuente o el tipo de construcción no tengan sentido correcto y rápido en la lengua meta. Surge entonces la tentación de “adaptar” a la lengua meta, de hacer accesible, de dar sentido, de allanar. Aquí se presenta la otra vertiente en la cual la lengua meta supera a la lengua fuente. Cuando se trata de traducir textos en prosa, donde no hay obligaciones estrictas de ritmo, esta vertiente puede ser desarrollada al gusto del traductor. También las notas al pie sirven para aclarar lo turbio del pasaje. Pero en la traducción poética, en la cual habitualmente no se pueden emplear notas al pie ni estirar desmesuradamente un verso, es claro que este real de la lengua se encuentra mucho más a menudo.

 

  1. R.: ¿De qué modo participa lo intraducible en la transmisión del psicoanálisis? ¿Cómo se articularía allí el matema?

 

  1. L. G.: Ya casi contesté la pregunta: lo “intraducible” implica la “apropiación” en la lengua meta. Entonces, “transmitir” es “apropiarse”, lo que es una cuestión tanto política como lingüística. Ejemplo doble: la palabra fantasme fue elegida por los traductores de Freud mucho antes de que Lacan (en los años treinta y cuarenta) la utilizara para poner en francés la palabra alemana Phantasie, por una razón muy simple: a diferencia del alemán, el francés fantaisie siempre tiene un sentido de algo ligero, divertido.[3] De tal modo que, al escribir la fantaisie du meurtre du père se producía una inmediata impresión de error, ya que no se entendía, mientras que en alemán era claro y simple (lingüísticamente). Entonces, los traductores fueron a buscar la palabra phantasme, que al inicio quería decir: lésion du sens de la vue ou quelque fois des facultés mentales, dans laquelle les malades croient voir des objets qu’ils n’ont pas réellement devant les yeux (Littré). No sé bien cómo el “ph” inicial se transformó en “f” (no es nada común en francés, al contrario de la bienvenida ortografía del castellano), y hubo debates para diferenciar phantasme y fantasme en el medio analítico parisino. Sin interés alguno. Lacan, sin inventar terminológicamente esta vez, empleó de entrada y todo el tiempo la palabra fantasme, pero con su escritura $&a le dio un nuevo y fuerte sentido, de modo tal que al mismo tiempo corresponde con el Phantasie de Freud, y no. Entonces, los traductores de Lacan al castellano tienen que hacer una elección política: ya sea que se inclinen por Freud y traduzcan “fantasía”, produciendo un pedazo de freudo-lacanismo; ya sea que se inclinen por “fantasma” y se declaren puros lacanianos, al riesgo de desafiar su lengua materna, que reserva dicha palabra para señalar un espectro o un fanfarrón. Lo “intraducible” pasa al precio de una apropiación impuesta por la lengua, pero una apropiación que también permite “instalar” el texto en su nueva ubicación lingüística, cultural y política (en relación con el medio profesional).

Contestar a propósito del matema es otro poblema porque la ambición de Lacan de producir fórmulas casi afuera del sentido, requiere un estudio largo y minucioso que no puedo iniciar aquí. Lo que se puede decir es que lo que produjo Lacan bajo este nombre no corresponde a la meta que él se había fijado. Hace pensar en su frase famosa: “El psicoanálisis es un delirio del cual se espera una ciencia”. Se puede saber en el acto que esta esperanza quedará como una esperanza, lo que no es nada, pero tampoco

[1] Comprendre, c’est traduire.

[2] Non, comprendre c’est comprendre, ou croire qu’on comprend. Traduire suppose comprendre, mais c’est tout autre chose.

[3] Aquí hay algo divertido. No pudieron emplear la palabra fantaisie porque en esa época faltaba en francés el verbo fantasmer, mientras que en alemán ya estaba el verbo phantasieren. La presencia de tal verbo permitía neutralizar el sentido del sustantivo y atarlo a la mera actividad del phantasieren. Lo divertido es que el empleo de la palabra fantasme ganó la partida en francés mucho más allá de los círculos analíticos, de tal modo que el verbo fantasmer hizo su aparición en los años ´60-´70, y ahora es muy común, especialmente para los jóvenes: Cette fille me fait vachement fantasmer, ya no presenta ninguna dificultad o preciosidad hoy. Plasticidad de las lenguas.