Reseña del libro de Jorge Baños Orellana: La novela de Lacan. De neuropsiquiatra a psicoanalista, Ed. El cuenco de plata, Buenos Aires, 2013
La novela de Lacan… nos presenta, ya desde su cubierta misma, una novedad. Un Jacques Lacan joven nos mira desde un encuadre ligeramente descentrado, quizás anticipando la perspectiva que se desplegará a lo largo del texto. El enigma que nos conmina a la lectura es conciso y podría enunciarse así: ¿quién era realmente ese joven psiquiatra que posa con delantal blanco? ¿De qué modo, y a partir de qué hechos, fue a dar con el psicoanálisis? ¿Se trató de una crisis personal? ¿Fue, en cambio, el producto de una experiencia estética afín a las vanguardias?, ¿el efecto luminoso de su encuentro con la locura?, ¿el capricho de un joven burgués que concedió crédito al inconsciente por seguir la moda?
¿Novela, ensayo o biografía?
El nuevo libro de Jorge Baños Orellana es un ejemplar curioso, rara avis. Su escritura quiebra, al mismo tiempo, dos compartimentos estancos. El primero afecta al reino de las encerronas lógicas, de los campos donde dominan las disyunciones excluyentes: ¿es una novela? ¿Es un ensayo? O acaso… ¿una biografía? El segundo, más complejo y difícil de resolver, complicará seguramente el destino de los libreros vernáculos: ¿es literatura?, ¿es psicoanálisis? ¿Habrá –casi ni me atrevo a proponerlo– que animarse a inaugurar el anaquel de novela psicoanalítica o el de psicoanálisis novelado? Ernest Hemingway escribe, en el prefacio de París era una fiesta: “Si el lector lo prefiere, puede considerar este libro como una obra de ficción. Siempre cabe la posibilidad de que un libro de ficción deje caer alguna luz sobre las cosas que antes fueron narradas como hechos”. Ese es el epígrafe que preside La novela de Perón. Pero las cosas no toman centralmente esa dirección en La novela de Lacan…, a pesar de la homología que podrían sugerir ambos títulos. ¿Qué lugar darle a la historia y, por ende, a la supuesta “realidad” de lo sucedido? La novela de Lacan…, ¿es una novela sobre Lacan? ¿Es, como La novela de Perón, una novela histórica, que propone sacar a luz algunos aspectos centrales de un personaje, haciendo una nueva estatua, una epopeya alternativa?
Tengo la impresión, y quisiera compartirla con los lectores, de que La novela de Lacan no está instalada en el mismo plano que ese presunto antecedente. La disyunción entre ficción y no ficción no se propone como una línea demarcatoria central, aunque los hechos históricos se construyan delicadamente y con precisa cronología. Si lo real está radicalmente perdido, antes que pretender conocerlo se diría que Baños Orellana procura cernirlo por aproximaciones, reconstrucciones siempre parciales y nunca intimidatorias. La ficción es aquí no solo un modo de abordar lo real sino también una manera de situarlo como enigma: ¿cómo fue ese misterioso tránsito que condujo a Lacan de la neuropsiquiatría al psiconálisis?
La Bildungsroman de Lacan, como la llama –no sin cierta ironía– su autor, rodea un punto central que hace a la formación de todo analista y es cómo se adquiere la convicción, la creencia en la existencia del inconsciente y sus efectos para un sujeto. Ese punto no será jamás aclarado sino que, al contrario, será problematizado, puesto en tensión, adivinado al trasluz para que cada lector pueda formar su propia conjetura. No se trata de que se muestre a un Lacan cayendo en cuclillas ante el altar del inconsciente sino de le presentación de sucesivos indicios que nos invitan a inferir las posibles epifanías de ese descubrimiento. Pueden ser los de una charla con un amigo (charla aparentemente casual pero respaldada por una rigurosa documentación histórica), o los de una visión panorámica de las discusiones médicas que dieron pie a sus primeros trabajos monográficos, o los de testimonios de quienes lo conocieron de cerca (me adelanto a señalar el de las cartas de nuestra compatriota Victoria Ocampo, que liberan, entre otras infidencias femeninas, el retrato íntimo de “una energía desaforada que lo devora a Jacques física y mentalmente”).
Se trata de una novela de formación que muestra a un Lacan que, además de formarse, muta (y probablemente también se deforma, respecto del “buen psiquiatra” que se esperaba de él, y que en parte ya era). No en vano el epígrafe que preside La novela de Lacan… no apela al aprendizaje, a la peregrinación y al perfeccionamiento (aunque también los incluya), sino a Las metamorfosis de Ovidio: “El espíritu me empuja a hablar de cómo mutan los cuerpos a formas nuevas. ¡Oh, dioses!, siendo vosotros los que los habéis transformado, inspirad mi tarea”. Así la tarea del narrador asume un desafío mayor: construir una voz que se mueva cómodamente entre el ensayo y la novela, sin dejar de lado la discusión con las biografías ya consagradas que está supuesta en cada página. Si en la novelística argentina estas mixturas de género son fundacionales (empezando por el consagrado y vituperado Facundo, texto mestizo y definitivo en esta materia), en el psicoanálisis argentino raramente hubo esa plasticidad estética que apuesta de manera directa a un mestizaje entre ensayo y ficción (aunque sí, desde luego, el pasaje de importantes analistas al plano neto de la ficción literaria en temas no psicoanalíticos).
Reconstruir la vitalidad de las voces del pasado
Es un mérito de este libro su escritura precisa y sin concesiones a la banalización del psicoanálisis. Construir la complejidad de un interlocutor, antes que vencerlo; los motivos en que se funda cada posición, antes que resolver sus diferencias, he aquí el secreto despliegue de esta novela. Acostumbrados a conocer cómo se resolvió una discusión, corremos el riesgo de desconocer las tensiones que la fueron generando, las minuciosas argumentaciones que admiten una u otra razón. Que el psicoanálisis pueda dar cuenta de la causación psíquica del delirio no implica que haya podido resolverlo, ni que los debates que hace muy poco se generaron contra el DSMV no hayan revivido muchas de las ideas que se suponían “superadas”. Si no faltan quienes reniegan de lo anatómico, pretendiendo asimilar lo biológico a un imaginario maleable, y de la neuropsiquiatría, rebajándola a un antedecente necio del psicoanálisis, entonces son importantes las argumentaciones que, como la de La novela de Lacan…, construyen el discurso psiquiátrico dando pruebas de su interlocución valiosa y no siempre antinómica con nuestra práctica. Este modo de darle la palabra al otro es freudiano, pero también, novelístico por antonomasia.
Un sentido del humor infrecuente instala estas imágenes de un modo que, como en la gran comedia, nada humano termina por resultar ajeno. Este libro da vida allí, en las fisuras, en los hiatos, a lo que las historias oficiales, divulgadas por algunos biógrafos y sus repetidores, suelen silenciar, reduciendo los años de formación a unos pocos párrafos que nunca cuentan, como diría Fernando Pessoa en su Poema en línea recta, no una infamia sino una cobardía, un pequeño acto ridículo que separe el objeto del ideal: “¿Dónde hay gente en este mundo?”. Una Bildungsroman de Lacan, leemos en la página 297, “[…] no debería desatender lo que la mariposa recibió de la larva, aunque sin descuidar lo que el hecho de volar añade y transmuta de lo que la memoria preserva”.
Lo real, lo jovial, lo oficial
Allí donde un real primaba, una construcción, una ficción puede advenir… siempre que no tenga la pretensión de cubrir ese mismo real con un epos sin resto. En mi opinión, este axioma es el eje gravitacional, la prudencia que mantiene en pie la apuesta, en otros aspectos tan inusitada, de La novela de Lacan… El tránsito entre la neuropsiquiatría y el psicoanálisis se mostrará en fugitivos trayectos, ficciones mínimas, una conversación de Lacan con Victoria Ocampo a la vuelta de una función teatral de una obra de Cocteau, una caminata que cruza un puente decisivo o un tecito De Clérambault con Albert Brousseau, departiendo sobre la posibilidad de que se articulen el automatismo mental y la erotomanía. La psiquiatría deja de ser un momento “oscuro” de la formación del joven Lacan, algo puesto de costado en el epos psicoanalítico, para ser una de las vías que, en sus hallazgos y en sus puntos de fracaso, contribuyó al descubrimiento del inconsciente. También las vanguardias, particularmente la surrealista, recuperan su capacidad de innovación y su potencia transformadora como interlocutores princeps para retomar la cuestión del objeto y sus vicisitudes, una pieza central de la construcción lacaniana. Asimismo, la figura del joven Lacan se va despejando desde diversas perpectivas, pero sin llegar nunca a encuadrarlo desde abajo, desde el ángulo en contrapicado que el cine reserva a los primeros planos de los próceres. La cámara no apunta a construir un nuevo héroe de cartón piedra, que avanza imperturbable haciendo caer, con sus verdades, a los psiquiatras ni a los surrealistas –los dos grandes interlocutores del libro. Antes que el disenso, se despliegan las líneas de tensión, las complejidades que van componiendo la argumentación con sus propias nervaduras. No se trata de la historia de los vencedores, ni de la historia de los vencidos. No hay aquí el fantasma de una superación límpida, sin resto. No hay momentos consagratorios del Lacan exitoso. Las pasiones se enlazan a las ideas como nuevas pasiones. “Las verdades a las que tiene sentido atarse, afirma el Lacan conjeturado, deben ser complejas, esquivas, joviales”. Esta frase cifra, en mi opinión, lo que está en juego.
Las microhistorias horadan la “historia oficial”, dando vida a un Lacan inmerso en las discusiones de su época, y sirven para reconstruir horizontes epistémicos y literales hoy caducos. ¿Para qué tantos diálogos novelados si no es para recrear de la manera más vívida los contextos de interlocución de los tiempos del joven Lacan, los debates dominantes y sobreentendidos en aquel entonces, pero hoy olvidados y difíciles de adivinar? Por humanizarse, el psicoanálisis recupera imágenes, anécdotas, problemas. Las ranas galvanizadas, los frijoles mágicos, la placa giratoria (le pont tournant), hay una insistencia en lo figurativo que no es casualidad. Se trata de restituirle al psicoanálisis lacaniano aquello que cierto modo de abordarlo ha intentado quitarle: el contexto de los descubrimientos, las fuentes, las discusiones y las imágenes que proyectan en el horizonte la época de algunos hallazgos. Una pieza clave que apoya esta argumentación es el ejemplo ofrecido en el prólogo: el de un fragmento del seminario sobre la angustia en el que Lacan comenta detalles del dibujo que hace de una hembra ornitorrinco y su cría. Al respecto, Baños Orellana destaca que en ninguna de las versiones conocidas de esa sesión aparece el dibujo del maestro y que la versión oficial se atreve, además, a reemplazar la omisión pegando, en su lugar, un matema que nunca habría figurado en la pizarra del seminario (por más que sea en sí mismo correcto).
Desandar la depuración teórica, la expurgación de las imágenes y de las anécdotas: esa es la tarea de lectura que emprende este libro y que define su poética.
El álbum de paradigmas de una cultura material olvidada
Por eso, al frondoso anecdotario novelesco se añaden nada menos que cuarenta y siete imágenes (de fotografías de archivos, collages, tipologías arquitectónicas, pinturas no divulgadas de la colección privada de Lacan, estampas botánicas, etc.) que el lector deberá escudriñar con detenimiento, porque aunque se emplazan en el lugar preciso, no son ilustraciones que redundan lo escrito o que traen su enigma resuelto con leyendas aclaratorias. Y a ese juego iconográfico se le suman guiños de las novelas de antaño: los capítulos aparecen separados por páginas negras con extensos subtítulos anticipatorios, los subcapítulos están divididos por un capricho caligráfico que asoma, como un leitmotiv, desde la tapa. La novela de Lacan… es una novela ilustrada, por no llamarla, quizá con mayor propiedad, diseñada. ¿No es lícito que encontremos aquí un homenaje al planteo gráfico de la novela Nadja, repleto de fotografías, y a los atlas de Aby Warburg, de cuya internación psiquiátrica se habla largamente en el libro? Pero incluso con su misterio, las imágenes viene a traer legibilidad, a familiarizar los ojos del lector con artefactos, sitios y costumbres del cotidiano del joven Lacan, que el paso de un siglo desvaneció o, peor, recatalogó con valores muy diferentes. Así, la novela procura evitarnos lecturas anacrónicas de los textos iniciales de Lacan, abriendo el desván de las antiguallas que estos adoptaron como paradigmas.
Si el psicoanálisis encontró su enunciación alternando entre diferentes géneros (relatos autobiográficos, casos y testimonios, por un lado; artículos y teoría, por el otro), solo la apropiación que hizo de él el discurso universitario pudo hacer que la ficción gozara de menos prestigio que sus parientes “aparentemente” más serios: la teoría, el artículo, el ensayo. Instalar una novela en el centro de la discusión sobre de qué modo la “tijera podadora del racionalismo” elimina las ambigüedades, los cambios de puntos de vista, los giros discursivos de Lacan, es aceptar que el psicoanálisis solo respira cuando se deja interrogar por diferentes discursos.
Descompletar cualquier totalidad imaginaria, cualquier infatuación maniqueísta, cualquier parodia cientificista es de vital importancia para una disciplina que, por su valor innovador (peste gnoseológica), agonizaría de quedar encerrada en una estatua o en un discurso universitario y “bienpensante”. No se trata simplemente de desmitificar. No se trata de una rareza ni de una finura. Tampoco de una excentricidad. La antes mencionada caminata de Lacan coloca una construcción y por ello mismo hace ver un agujero allí donde el relato consagrado pretende taponar, alisar la hondonada con un jardín a la francesa. Prosiguiendo ese camino, nos detenemos con gusto en los sueños del Barón de Haussmann, que “[…] traza calles nuevas a cualquier altura de una manzana con tal de abrirle una perspectiva al frontispicio de una iglesia o de un monumento situado a mitad de cuadra”. Aquí se desliza una mirada furtiva, instalando una línea de significación a la que se vuelve todo a lo largo de la novela y que constituye parte de su estructura oculta, una crítica a las perspectivas centrales que monumentalizan o erigen estatuas. Una cita de Benjamin trae ecos del Libro de los pasajes: “En la haussmannización de París, la fantasmagoría se hizo piedra”.
De las otras novelas de Lacan
Así, en este sentido, se puede decir que La novela de Lacan… es una reescritura de las novelas que se cuentan de Lacan. Un deshacer el héroe de frases hechas que a veces se eleva en virtud de cierta perspectiva finalista, que muestra solo los aciertos y su estado más logrado, descartando los caminos sin salida, los puntos muertos que se destacan en cualquier investigación. Restituir los años de la psiquiatría va a contragolpe de ciertas ideologizaciones reductoras que suelen recordar cuando les habló a los psiquiatras y les hizo algún chiste, tratándolos de sordos, en detrimento de los muchos años en los que Lacan se formó en esas huestes. Por eso, la reconstrucción de las discusiones en torno del automatismo mental, los diferentes modos en que el surrealismo y la psiquiatría abordan la escritura automática, nos sirven para leer lo que se debate en torno de estos conceptos, de qué modo la idea de déficit incide en la novedad que trae Lacan para el tratamiento de las psicosis.
Para avanzar en la lectura de la obra de Lacan y no ceder a la tentación de imitarlo, quizás sea necesario ir en contra de cierto facilismo, a veces alarmante, con el que se pretenden despachar algunas de las fuentes con las que dialoga ese autor, recurriendo a ciertas frases irónicas –seguramente, dichas en el marco del seminario–, pero que, desprendidas de su contexto, se repiten como moneda de cuño gastado para taponar o dar el gong fatal que cierra la discusión. Darle el carácter de última palabra a alguno de sus dichos bajo la pretensión de concluir la cuestión, es una práctica tan asidua como profundamente antilacaniana. Que no se hable más de aquello que no existe (como si la forclusión se pudiera asimilar tan sencillamente a la no existencia). Así las cosas, no faltan quienes cometen un uso peyorativo del término psiquiátrico o quienes creen que, porque el psicoanálisis no se dedica a la escritura automática propuesta por los surrealistas, ya no es preciso interrogar sus hallazgos estéticos o interesarse por su modo de abordar la escritura y de construir metáforas. Tampoco quienes se arrojan contra toda filosofía, como si semejante disputa pudiera consolidarse más allá de quien la enuncia y se siente en condiciones de dar semejante batalla. O, por último, declarar con tono altisonante que toda historización es histerización ante una audiencia que, despojada del contexto en que eso puede ser dicho y de los sentidos que anuda, puede festejar una especie de bravuconada fatal contra toda la historia. Existe un “Resumen Lerú de Lacan” que no ayuda a tener lazos con otros discursos y nos deja, en gran parte, aislados, repitiendo humoradas que, despojadas de su contexto y del tono que un autor reconocido como Lacan podía permitirse, suenan anacrónicas cuando no ofensivas.
Por todo lo dicho, entiendo que La novela de Lacan es un libro necesario. Siguiendo las enseñanzas de Freud en Psicoanálisis laico, se dedica a reconstruir a distintos otros con los que el discurso analítico ha dialogado en su constitución y que, sin ser enemigos del psicoanálisis, tampoco son asimilables, puesto que marcan diferencias lógicas, no siempre compatibles: “¿Eran comparables las patas de los pollitos escarbando gusanos y las manos de los lactantes neoyorquinos escarbando los adverbios, preposiciones y pronombres de la lengua inglesa?”. Charlotte Bühler lleva las de perder en esta discusión imaginaria con Jacques Lacan sobre la prematuración neurológica humana.
Hay una fina ironía que recorre la obra de Baños Orellana con una pluma elegante y tan filosa como la hoja de un bisturí. Desde esas primeras imágenes que, en El escritorio de Lacan, nos hacen ver a un analista que mira los nudos como el mapa de la isla del tesoro, o en El idioma de los lacanianos eleva la ignorancia ramplona a los aditamentos vanguardistas del kitsch, hasta la tijera podadora de los racionalistas que emparejan el bosque lacaniano en un jardincito “a la francesa”, estas imágenes continuarán trabajando como un antídoto contra las idealizaciones y las limpiezas teóricas de la abstracción. Su eficacia nos permite entrever, acaso vislumbrar, algunos de los riesgos a los que se enfrenta el psicoanálisis. Esas ficciones sirven para horadar el ideal haciendo ver las impurezas de las que está formado el objeto.
El psicoanálisis, con su teoría del resto y del objeto a, no podría presentarse como una ascesis al conocimiento verdadero sin pagar un costo muy alto. Si hablar del tropiezo es algo más que un elegante juego de palabras, ubicarlo en la formación de la teoría analítica, restituir el contexto de esos hallazgos, es estar advertidos de que, como dijo Lacan, los no incautos yerran.